sábado, 3 de marzo de 2012

Aurora.

Pov Dougie. Het. Pudd.





Aurora.





Sentí el tacto de las yemas de sus dedos sobre mis labios, recorriéndolos, presionando las heridas duras de los cortes, sus uñas largas quedándose momentáneamente enganchadas en las costras lisas del labio inferior. Mis pulmones se llenaron de oxígeno a su orden, y sus dedos se internaron en mi boca, abriéndomela. Yo seguía con los ojos cerrados y tumbado allí. Olía a suciedad y a sudor y a humo y a alcohol, pero no lo sentía. No sentía más que su tacto.
-Ven –dijo ella, y yo saqué la lengua, obediente.
Ella rió, y yo entreabrí los ojos. Con una sonrisa torcida, depositó en cada uno de mis sensores del sabor una pastilla diferente. Dulce, salado, amargo… pastillas de plástico que se desharían antes de llegar a mi estómago.
-Traga –ordenó.
-¿Agua?
Rió de nuevo.
-Traga.


-¿Dónde has estado? –preguntó Harry, el primer día.
Me encogí de hombros y me miré las manos, que temblaban. Antes de que se volviese hacia mí, las escondí en el bolsillo y jugueteé con mis llaves. Le sonreí.
-Dando un paseo –contesté, revoloteando a su alrededor antes de intentar huir hacia las escaleras. Él me sonrió en vuelta, y me atrapó antes de que me desligase de él. De una forma en la que no había esperado de mí mismo, me dejé envolver en sus brazos e incluso hundí el rostro en su cuello. Su pulso palpitaba duramente bajo su piel y yo aspiré el aroma tan distinto que corría por allí. Él estaba feliz, se lo notaba, lo olía junto a su pulso.
-Estoy muy feliz de que hayas venido a vivir conmigo, Dougie –me susurró al oído-. Muchísimo.
-Yo también –contesté, y era cierto.
-Todo irá bien a partir de ahora. Todo.
Sabía por qué lo decía. Yo fingí la primera de las sonrisas, me quité el abrigo, aún rodeado por sus brazos, y por fin me dejó ir hacia la habitación a ponerme el pijama rasposo con el que dormía.
El espejo en el que me miraba mientras me cambiaba temblaba tanto ante mi reflejo que tuve que sujetarme la cabeza para que parase. Solté una pequeña risa y terminé de vestirme. Maravilloso.
Lo de aquella tarde había sido maravilloso.


Ella ya estaba allí al levantar la vista de los papeles, sacados del sobre rudamente.
Estaba allí, simplemente. Miré a mi alrededor y no sabía cómo había llegado hasta allí, sólo había ladrillo y ladrillo y ladrillo rojo y raspado por pared, un par de cuadros hechos mierda y torcidos, y una enorme cama que ocupaba la mitad de la estancia, cubierta por un edredón verde militar. Más allá un escritorio cutre y un portátil abierto. Ella estaba sentada en el borde de la cama y, a su alrededor, un montón de tabletas de pastillas, relucientes en su papel albal plateado. Rosas, azules, blancas, amarillas y bicolores, encerradas en sus burbujas transparentes de aire.
Alzó la vista hacia mí mientras se metía una pastilla azul cian entre los labios, y luego me miró atentamente. Después, se dejó caer de espaldas sobre el colchón con una pequeña risa, con los brazos estirados hacia mí. Dudé antes de avanzar el paso que me acercaba a ella, y sin saber muy bien porqué entrelacé mis manos con las suyas.


-Todo va a ir bien –repitió Harry al mes siguiente.
Yo le volví a devolver la sonrisa. Harry era la única persona del mundo que se preocupaba por mí. Tenía amigos, tenía a Danny, a Tom, que me achuchaban y me daban besos y cariño, pero sabía que, aunque Danny y Tom me querían como un ser humano no querría a nadie jamás, Harry estaba por encima de todos ellos. Harry me quería a mí como yo le quería a él, y por eso tenía que fingir esa sonrisa. Me estaba ayudando. Ayudando de verdad.
Él me pasó la medicina y yo la tomé sin rechistar. Luego nos fuimos a ver quizá por quinceava vez en esa semana mi película preferida, acurrucándonos en un extremo del sillón, pegándonos en cada curva. Harry se quedó dormido de nuevo, pero no me importaba. Precisamente quería que se durmiera. A veces me gustaba muchísimo más dormido, porque entonces no podía hablar, ni negarme cosas, ni contradecirme. Ni hacer nada malo que luego lamentase al momento. Pasé la mano por su pelo, arrastrando las yemas de mis dedos por su cuero cabelludo suavemente, delineando la cicatriz cerca de su sien, bordeando el perfil de su nariz. Su dedo pulgar seguía haciendo círculos en mi mejilla aun medio dormido, y me acomodé aún más a su lado.


-¿Qué es eso?
-Realmente no quieres saberlo.
-¿Por qué no?
-¿Para qué lo quieres saber? Va a estar en tu estómago en dos minutos.
-Por eso mismo.
Ella puso los ojos en blanco, y tiró el bote a la basura. Oí el cristal hacerse añicos, y ella bufó. Lloriqueó un poco y se puso de rodillas junto a la papelera, toqueteando su interior. Yo me tumbé boca arriba, mirándola desde el colchón verde. Todo se emborronaba a su alrededor pero estaba bien. Estaba perfecto. Jamás me había sentido tan bien en toda mi vida. Algo bombeaba en el centro de mi estómago, me acariciaba de dentro hacia fuera, y apoyé las dos manos en mi vientre. Tardé un poco más de la cuenta en darme cuenta de que me había quitado la chaqueta y las deportivas y que tenía el primer botón del pantalón desabrochado. Alcé una ceja y me reí.
Al momento ella estaba de nuevo ahí, a mí lado, y su pelo largo y negro caía a cascadas lisas a los dos lados de su rostro, inclinado sobre el mío. Tenía los dientes rectos y blancos, quizá demasiado, y pecas en la punta de la nariz. Quizá era algo mayor que yo. Quizá tenía mi edad, o un poco menos. No lo sabía. Ella me pasó una botella de vodka, y comencé a beberla con fijeza, el líquido resbalando a los dos lados de mi mejilla y sobre el colchón. Nunca llegaba lo suficientemente sobrio para fijarme en cómo eran sus ojos. Clavó sus uñas en el borde de mi camiseta y tiró del cuello hacia abajo, arrastrando sus dedos sobre mi piel y dejando molestas marcas rojas sobre lo que iba descubriendo de clavícula y pecho. Y pasó una pierna por mi cintura, sin quitar la vista de mis pupilas derramadas sobre los iris, quedando a horcajadas sobre mí.
Yo le miré a las ondas borrosas que eran sus ojos, abandonando la botella a un lado. Entonces ella se cernió sobre mí y apoyó sus labios en los míos, primero como una confusión de tacto y al segundo o al siglo como un hambre bulímico, enfermo y ansioso. Cerré las manos en las tiras de su camiseta de verano, deformándolas y tirando de ellas hacia mí, acercándome aún más y hundiéndome en su boca, que sabía a jarabe de la tos.
Cuando se separó de mí, ella me tendió una réplica exacta del frasco roto en la papelera, con una ceja alzada, desafiándome, y sus caderas siseando en movimiento sobre mi entrepierna.
Bebí del frasco y luego me marché de allí corriendo. Sin zapatos, sin chaqueta y con el pantalón deslizándoseme por los muslos.


-Dougie, ¿estás bien?
Pestañeé hasta encontrarme con sus ojos. Había estado mirando el plato de comida por más de diez minutos. Simplemente me había estado preguntando cómo se debía beber aquello. Al siguiente pestañeo me di cuenta de que ya no estaba en el piso, y Harry me miraba con preocupación. Esbocé una pequeña sonrisa.
-Claro…
Dejó los cubiertos sobre su plato, en un alarde del poco ruido que la bestia podía hacer si quería. Suspiró, y yo me estremecí. Me miré rápidamente como podía, revisándome. No había nada mal en mí. Estaba limpio, olía a jabón y no me tambaleaba. Sólo me había distraído un momento. Era normal. No pasaba nada. No había hecho nada malo. Me encogí un par de centímetros en mí mismo, mirándole.
-¿Dónde has estado yendo estos días?
-A pasear.
La respuesta me salió sola, incluso con el tono burlesco y evidente con el que quería que vibrase. Harry frunció el ceño un momento.
-¿Por dónde? Antes he ido a buscarte por donde me dijiste el otro día y no estabas.
Hice un gesto, restándole importancia.
-Ah, es que hoy tenía que comprar tabaco y me he ido por los barrios.
Entornó los ojos seriamente.
-Lo siento…
Él negó con la cabeza. Al momento se levantó, limpió los restos de su plato en el cubo de la basura y luego se volvió hacia mí, evitando el contacto con mis ojos.
-No, lo siento yo –dijo-. No eres un crío, haz lo que quieras.
Silencio.
-Es sólo que…
-Lo sé –le corté, y torcí el gesto.
-Tengo miedo.
Harry se sentó en la silla más cercana a mí y me obligó a mirarle. Me acarició la mejilla y enredó sus dedos con los mechones sucios de pelo rubio. Entonces me acordé de que no me había lavado el pelo, y si no recordaba mal me había estado revolcando en una cama inundada en alcohol. Me aparté bruscamente en un mal segundo, y Harry retiró la mano también, alarmado. Ante todo que no metiese su enorme nariz en mi pelo. Me arrepentí del pensamiento en seguida. Intenté quitar el gesto de pánico. Le sonreí. Él no me creyó. Harry era muy idiota cuando se trataba de mí, pero no era tonto.
-Dougie, te quiero.
Asentí.
-Yo también a ti.
Él negó con la cabeza, pero no sabía exactamente qué significaba el gesto. No era que no me creyese, claro. Él sabía que yo le quería. Y era verdad. Le quería absolutamente más que a nada, y más que a mí. Aunque, bueno, eso era fácil.
Tenía que recuperar a Harry en ese mismo momento. Era la única persona que me quería de verdad. No sabía por qué ni cómo, pero lo hacía y eso era lo único que tenía seguro.
En silencio, me levanté de la silla y me senté sobre sus piernas, rodeándole con mis brazos. Él se tensó un momento, pero luego se rindió y me devolvió el abrazo. Le distraje un poco más, besándole la línea de la mandíbula, su cuello y sus labios. Él me giró la cabeza, mirándome a los ojos.
-¿Hueles a alcohol?
Bufé, nervioso, improvisando.
-¿A alcohol? –gruñí-. Tu nariz será enorme pero tienes el olfato en el culo.
Harry se ofendió y luego rió. Pasó uno de sus brazos bajo mis rodillas y me alzó con él, llevándome hasta el sillón. Yo me aferré a su cuello. Harry siempre olía a algodón. O algo así.
Cuando mentía a Harry me sentía como si no le quisiese. Y, hasta un cierto punto que me daba miedo, no me importaba. No mientras Harry siguiese creyendo a la parte de mí que le amaba. No era que no lo hiciese, era que simplemente un gran porcentaje de mí se pasaba las horas dando vueltas y correteando por mi cabeza, y había aprendido que lo que mejor se me daba era huir y mentir. Huir y mentir. Y me sentía satisfecho. De poder hacer algo por encima de Harry. Algo que él jamás me haría y que tampoco sabía hacer. Él clavó sus ojos de azul metálico en mí, cincelando cada centímetro de mi rostro mientras yo le miraba seriamente. Me besó en la frente, y en la punta de la nariz. Luego en los labios, y yo le seguí el juego.
-Eres perfecto –dijo.
Asentí.
-Tú también.
Automático. El problema de Harry es que se repetía demasiado. Tanto que sus palabras quedaban huecas y perdían su significado. Era como si me hubiese vuelto sordo a esas palabras. No era que no me las creyese, es que ya no las oía. Tampoco no es que no las sintiese hacia él, es que mi lengua se movía sola en su respuesta.
-Todo va a ir bien –dijo de nuevo-. Todo está yendo bien. Todo está perfecto, ¿no crees? Quién nos lo iba a decir, antes.
Yo le devolví la sonrisa y le besé. Harry me quería tanto que mi Amor por él nunca era suficiente y me sentía avergonzado de sentir lo que parecía una nimiedad comparado con lo que él decía que sentía. Todo un lío.
-Te quiero, Dougie. Te amo.
Asentí.
-Yo también a ti.


Abrí los ojos y de nuevo estaba allí.
Ella siempre estaba sentada a horcajadas sobre mi cintura, algunas veces bebiendo o fumándose un cigarrillo. Siempre clavaba sus uñas en la muesca de mi clavícula. Miré hacia abajo y aquella vez mi camiseta se había perdido en algún lugar de la habitación. Reí por lo bajo. Cada vez que volvía a la consciencia latente del piso me faltaba alguna prenda más.
A ella también. Pero no era justo, porque ella tenía más prendas. El sujetador sobraba allí. Alcé las manos y pasé las yemas de mis dedos bajo la goma elástica de éste, y al momento sentí su bofetada en mi mejilla. Luego rio inocentemente y me acarició el mismo punto, con las manos húmedas de jarabe.
-En realidad eres un poco inútil –dijo de pronto.
Escuchaba tan pocas veces su voz que cada vez que hablaba era como si a uno de los árboles del parque de vuelta a casa le diese por preguntarme el parte del tiempo. Abrí mucho los ojos, borrosidad en sus pupilas.
-Quiero decir, mírate –bufó-. Vienes cada día, te pones hasta el culo de pastillas y luego de pronto te asustas y sales corriendo.
Puso los ojos en blanco.
-¿Qué quieres de mí? –y de pronto parecía ofendida-. Apestas a colonia bonita de niño. Y ni siquiera sabes hablar. Balbuceas por ahí y me contradices todo. Y luego hueles mal. Y eres un cerdo. Me das muchísimo asco.
Me incorporé, y ella retrocedió, sin bajarse aún de mis muslos.
-¿Crees eso? –le pregunté-. ¿En serio?
Me besó.
-Claro. ¿Quieres más?
Asentí.
-Eres débil. Te he hecho daño con nada. A nadie le gustan los débiles. Tampoco gusta la gente triste y tú eres un jodido niñato deprimido, un maldito deshecho social. “Oh, toco en un grupo porque ni siquiera sé sumar”, ¿qué clase de vida es esa? No me extraña que el grupo se jodiese por ti.
-Eso no es exactamente…
-Sabes que sí –me cortó-. Arg. No sé cómo te aguanta ese Harry tuyo.
Torcí el gesto, y ella me rodeó el cuello con un brazo y acarició mi pelo con la mano libre. Tenía sus pechos a centímetros de mi mandíbula pero seguramente era la primera vez que eso ocurría y yo seguía mirándole a la cara.
-¿Te he hablado de Harry?
-¿Y cuando no? –gruñó-. A ese también le odio, pero al menos es mejor que tú. Algún día…
-No te desvíes. Sigue hablando de mí –espeté, y clavé mis uñas en sus hombros para poner aún más énfasis en mis palabras. Ella alzó una ceja y me lamió el tabique de la nariz hasta llegar a mis labios, y luego torció el gesto de nuevo.
-¿Por qué? –preguntó.
Tragué saliva.
-Es la primera vez que alguien está de acuerdo conmigo.
Ella rió.
-Para eso estoy aquí.


-¿Puedo ir contigo? –preguntó Harry.
Me aparté de él como si quemase. Llevaba una camiseta gris ajustada y unos vaqueros oscuros. Estaba tan serio y tan perfecto que me dio miedo que se acercase un solo paso más. Gemí.
-¿Qué pasa? ¿Qué he hecho? ¿Estás bien?
“Arg”. Idiota. Volví a gemir y a retroceder un solo paso.
-Lo siento.
-Déjame en paz. Y no. Joder, no. Claro que no vienes.
Cerré la puerta en sus narices y eché a correr hacia los barrios bajos, sabiendo que si a él se le ocurría seguirme, me encontraría.


Ella pasaba una mano por mi pecho desnudo. Ya no sabía dónde estaban mis vaqueros. Quizá era la primera vez que nos pasábamos más de media hora sin tomarnos nada. Nada que no hubiésemos tomado antes. Estaba allí tendido con esa molesta sensación en la que crees que sólo te falta una copa más para estar borracho y nadie te la da, y piensas que vas a estar así, a medias, siempre.
-Hoy le he gritado a Harry –dije de pronto.
-Otra vez Harry –gruñó.
-¿Crees que he hecho bien?
Clavó sus uñas en mis labios. Tenía tantas heridas de sus uñas en ellos que parecían hielo quebrado en mil pedazos. Suspiré, y ella gimió, lloriqueando de nuevo por alguna que otra botella que habría roto la noche anterior.
-Él siempre te echa cloro. Él y todos.
-¿Cloro?
-Cloro. Tú eres salado y sucio, y ellos te cogen, te echan cloro y te pasan filtros y luego te encierran. Tu vas muy, muy abajo, y eres muy frío, y ellos te cogen, te absorben y te meten en un recipiente con baldosas azules y todos esos estúpidos niños jugando dentro de ti como si les pertenecieras…
-No estoy entendiendo nada.
-Ya.
Giré la cabeza para mirarla. Seguía llevando el sujetador. Y sus pantalones cortos habían reaparecido. Eh. Así no era el juego. No era nada justo. Fui a protestar, pero entonces ella se levantó, se apartó de mi lado y rebuscó algo más allá del borde del colchón, donde todo sonaba como el raspar de las alas de los saltamontes. Bichitos correteando debajo de la cama. Suciedad. Cucarachas. Luego se volvió y me tendió una tableta de cápsulas rojas y blancas.
-Una tú y otra yo. Hay un paquete, y el otro que empezamos ayer.
-Si me tomo eso se me irá demasiado. No quiero llegar muy mal.
-¿Por Harry? –preguntó, irónica.
Le miré fijamente. Es verdad. Es verdad. ¿Por qué? ¿Eh? ¿Por qué tenía que renunciar al único momento en el que mi cerebro estallaba y moría sólo porque Harry no sospechase? Al fin y al cabo estaba pasando delante de sus narices y aún así no se daba cuenta. Estábamos tan cerca que no era capaz de tomar perspectiva y darse cuenta de que todo estaba mucho, mucho peor que al principio.
Dejé caer tres cápsulas en mi mano, y ella me bordeó con su lengua el lóbulo de mi oreja.
-Bien hecho. Buen chico.
-¿Sabes? Uno de los gatos de Tom se llama como tú.
-¿A quién le importa Tom?
-También me recuerdas a un gato.
Ella rio.
-Qué cerca has estado.


Cerré la puerta tras de mí de un portazo. La habitación se movía de arriba abajo e intenté gritarle que parase, pero sabía que si intentaba hablar siquiera vomitaría en el bonito y blando suelo de moqueta de Harry.
Harry.
Sus gritos me llegaron en seguida, en retroceso, como avanzando a través del agua hasta golpear mi cerebro. Abrí los ojos, y su figura avanzaba hacia mí como un animal herido, pálido y rojo a la vez, bramándome cosas que no le entendía. Estaba hecho una furia. Y seguía llevando esa camiseta gris y esos vaqueros.
Llegó hasta mí y me plantó una mano en el pecho, haciéndome chocar contra la puerta de entrada. Le oí algo como que apestaba a alcohol, y yo me reí. Me reí en su cara tan fuertemente que él pegó un puñetazo a la madera de la puerta, sobresaltándome. Cogió con su mano libre mi mandíbula fuertemente, intentando mantenerme quieto. Me frustraba muchísimo, muchísimo, que hiciese eso. Y su camiseta gris seguía ahí.
Arg. Era perfecto aun cuando no sabía distinguirle con claridad. Tanto que hacía daño. Simplemente no podía parar de pensar en ser él. O no. O en simplemente hacer que se fuese. Para no tener que comparar más sentimientos. Él seguía gritándome.
Entonces agarré su camiseta gris y me impulsé contra él hasta alcanzar sus labios, empujándole con fuerza, apretándome contra su pecho hasta casi querer atravesarle. Le mordí los labios y los besé, y los lamí, y los toqué con la punta de la nariz mientras volvía a hundir mis dientes nada afilados, ridículos, en su mandíbula.
Harry retrocedió, movido por mi impulso, perdido, mientras correspondía al beso torpemente y dejaba que mis manos se colasen por debajo de la camiseta gris. Y la camiseta gris se partió en dos, y yo sonreí plácidamente, clavando mis uñas en su pecho, recorriéndolo y aprendiendo. Y sus manos también, y alcé los brazos para que me quitase la sudadera y la camiseta y hundiese cada una de las yemas de sus dedos en mi espalda. Convierte el enfado en pasión para librarte. Convierte la furia en sexo para librarte. Harry es sólo un animal. Harry sólo me quiere porque soy perfecto. Todo el mundo quiere poseer las cosas que le parecen perfectas. Aurora me lo había dicho ya. Aurora me había dicho que Harry sólo me cuidaba porque no quería que su pequeño juguetito sexual se dañase demasiado.
Harry tropezó con el brazo del sillón, y frenó la caída sobre éste.
-¿Dougie?
Pero se olvidó en seguida. El resonar metálico de los dos cinturones y tiré de sus vaqueros de moda con rabia. ¿Se había olvidado ya? ¿Suficiente? ¿No?
Llevé la lengua por su cuello y su pecho, que se inflaba y desinflaba violentamente. Ah. Eso me gustaba. Nunca había sido así. Él siempre lo quería demasiado. Yo le dejaba hacer. Yo también quería. No tanto como ahora. Me gustaba que eso fuera así. Cuando ya sabía demasiado y sabía qué esperar. Abajo, humedece más abajo. Justo. Abajo. Me quería tanto. Y yo le quería tanto. Y tenía que distraerle, y él ya no quería mis sonrisas. Mi lengua. Seguro que querría mi lengua.
Sonreí, y él se olvidó. Se olvidó en cada una de las partes de mi cuerpo, muy fuertemente y muy bruscamente. Se olvidó tanto que al día siguiente tampoco preguntó por mis gritos de la tarde anterior.


Mi pecho se convulsionó fuertemente, y un estremecimiento me mordió desde los codos hasta el cuello, semi incorporándome bruscamente sobre la cama verde militar. Era de noche, y llovía, y tronaba, y yo me pregunté por qué. Qué hacía allí por la noche. Yo nunca iba a casa de Aurora por la noche. Echaba de menos los rayos dorados atrapando el polvo flotante en su resplandor. Ahora sólo había oscuridad. Oscuridad y plata.
Entonces sentí algo enredado en mi lengua. Otra de sus cápsulas. Ella estaba a mi lado, acurrucada junto a mi pecho aun sin tocarme, las rodillas y codos clavados en el colchón. En su mano las cápsulas violetas. Esas para perder peso. Esas que me hacían correr hacia el baño como un poseso y hacían que cada pocas semanas tuviese que comprarme un nuevo par de vaqueros.
Aurora me miró con sus ojos borrosos, entre disculpándose y riéndose. Quería mirarle a los ojos pero me distraía constantemente el corto camisón rojo como una herida abierta que llevaba puesto. Lo intenté de nuevo.
-¿Me estabas drogando mientras dormía? –pregunté, con la voz débil.
No era una acusación. Me daba un poco igual. Luego me di cuenta de que estaba desnudo. Qué gracioso. Hacía un frío terrible y yo estaba ahí desnudo como si no pasase nada. Ella no contestó, se limitó a mirarme hasta que tragué y luego acercó otra cápsula.
-Vamos…
Yo obedecí. Ella ladeó la cabeza y suspiró largamente. Parecía cansada, abatida, perdida. Cosas extrañas para ella. A lo mejor estaba siendo demasiado consciente de la realidad. No debía pasar eso o pararía. Y necesitaba su mando. Lo necesitaba como no había necesitado nunca nada más. Incluso rayando a la necesidad por mantener a Harry a mi lado. Por eso tomé su mano en la mía y le llevé la palma decorada con capullos floridos de cápsulas dietéticas a la boca.
Y ella tragó.
-¿Puedo yo también?
Volvió a mirarme, dejando caer su cabeza sobre el colchón, moviéndose lentamente para hacer contacto visual.
-¿Eh…?
-¿Puedo yo también? ¿Hacerte cosas mientras duermes?
Aurora soltó una risotada irónica, rasposa, que parecía haber salido a trompicones arañando su garganta.
-Claro –contestó, con una risita como fantasma entre sus dientes fuertemente cerrados. Yo sólo veía el borde de su vestido de sangre. El oxígeno se golpeó en mi pecho, y me mordí el labio inferior rudamente. Aurora cerró los ojos teatralmente con un suspiro y se tumbó sobre el colchón, a mi lado.
Luego ella deslizó sus bragas por sus piernas hasta deshacerse de ellas, arrojándolas después al otro lado del colchón. Oí su risa, y yo esperé a que se durmiese. O a que fingiese hacerlo.


Cuando entré en casa, con la ropa mal colocada, la camiseta puesta del revés, enseñando las costuras de la tela como cicatrices de colores, y oliendo a alcohol a kilómetros, Harry ni siquiera se movió.
Me quedé un momento o apoyado contra la puerta principal, sosteniéndome en ella y dándome cuenta de que había estado tan ocupado tirándome a Aurora que apenas había dejado tiempo para tomar mi dosis infinita de neurolépticos. Apreté las uñas en la madera de la puerta, casi esperando que el material cediese ante ellas. No lo hizo, y tampoco Harry.
Él continuó con la vista fija en una revista de deportes, y oyendo a un tiempo la televisión en un canal, el fútbol americano resonando escandalosamente por todo el salón. Pero Harry odiaba el fútbol. No entendí nada. Intenté llamar su nombre, pero no sólo mi voz se engarrotó. Simplemente había algo que me impedía hacer absolutamente nada que conllevase su presencia. Él tampoco hacía señales de necesitar mucha compañía. Quizá sólo le sobraba la mía. Lo comprendía. Bueno. Ya era hora de que Harry comenzase a aprender.
Pasé a su lado, viéndome libre de pronto, evitando casi estoicamente una pelea, y sonreí a medias. Él aún no había levantado siquiera la vista hacia mí. Carraspeé, pero él no hizo nada. Dudé. Había vuelto casi corriendo porque pensaba que se enfadaría si faltaba mucho rato. A veces que Harry me necesitase tanto me ahogaba, cortándome la diversión de golpe y haciendo tomar plena consciencia de que existía vida más allá del Largactil de 100 mg. Para esta reacción, me hubiese quedado unas cuantas horas más con Aurora. Dudé.
Luego sacudí la cabeza y me dirigí hacia las escaleras, dispuesto a dormir un rato, antes de la cena.
Entonces Harry rompió a llorar.
Me estremecí, y me volví hacia él. Seguía en la misma postura, con las manos aferrando fuertemente la revista, pero podía ver cómo sus ojos se habían ahogado en lágrimas, desbordándose, y luchaba rudamente por no convulsionarse al sollozar. Podía ver su labio inferior blanco por la presión de sus dientes al morderlo.
-¿Harry…? –le llamé, con miedo. No era la primera vez que le veía llorar, pero siempre que lo hacía era como una bofetada. No era agradable vez cómo alguien tan enorme, fuerte, alguien que se ha encargado de sostenerte durante meses, se rompe pieza a pieza hasta desmontarse. Pestañeé, perdido.
Le amaba tanto. Y me importaba tan poco…
-¿Qué pasa? –pregunté con voz débil, acercándome a él y bordeando el sofá. Cuanto más me acercaba más daño me hacía la indiferencia. Ese escalofrío que te indica que ya estás acostumbrado al dolor. No hay una sola diferencia en tu cuerpo que te indique que aquello te está afectando. Sabes que si fuese un solo paso más allá, su dolor, te partiría en pedazos, pero así, justo así, es lo habitual. Y yo estaba demasiado acostumbrado a lo habitual.
Me senté a su lado, y él dejó caer la revista a un lado, pero sin abandonar su postura rígida. Ladeó la cabeza para negarme el acceso a ella, pero yo fui más rápido, y me acerqué. Más cerca. Tanto que su olor empezó a pegárseme en los bordes de las fosas nasales, aturdiéndome, bajándome de un tirón a la Tierra. El picor del dolor ajeno ya empezaba a cosquillear.
Harry se dobló, ocultando su rostro con las manos, sin dejarme aún entrar. Era como si no estuviese allí en absoluto, y por un momento dudé realmente de que aún no siguiese en el piso y que aquello fuese simplemente un sueño. O una pesadilla.
O quizá ya estaba muerto.
Esa última idea fue tan maravillosa que por un momento me quedé sin aire. Lástima que en aquel momento Harry decidiese alzar la vista hacia mí y mirarme fijamente a los ojos.
-Dougie –llamó. Odiaba cuando susurraba mi nombre así. Le odiaba tanto. Ojalá pudiese matarle.
-Dougie –repitió, y volvió a quebrarse en un sollozo. Apenas si podía explicarse. Pero no quería tocarle. No quería acercarme. Bastante que le estaba oliendo. Sabía lo que me pasaba cuando me interesaba demasiado. Fachada. Harry me quería tanto que era todo fachada. Me lo había dicho Aurora. Últimamente a Aurora le gustaba muy poco Harry.
-¿Por qué me estás haciendo esto? –gimió Harry.
No supe qué decir. No me moví cuando él pareció hacer el mayor esfuerzo del mundo en alzarse un poco más y hundir su rostro en mi cuello. Me centré en pensar que la barba de tres días me raspaba. Que las lágrimas húmedas me molestaban en el tacto.
Pero en vez de eso, automáticamente, pasé mis manos por su nuca, hundiendo mis dedos en su pelo, y aspiré fuertemente su aroma. Aurora se enfadaría mucho después. Me dediqué a hacer filigranas con mis yemas sobre su espalda, sobre su camiseta azul, bordeando las costuras y luego sus brazos. Hacía mucho tiempo que no estaba tan cerca. Tan a gusto con él.
Harry alzó la vista y luego me besó. También fue la primera vez que sonreí entre sus labios en mucho tiempo. Enredé mis brazos tras su cuello, pasando mis piernas por encima de las suyas y arrebujándome contra él, enroscándome como un gatito alrededor de su pecho. Harry me acariciaba cada centímetro a su alcance.
Entonces me separó, tomando mi cara con sus manos. Estaba tan serio que me dieron escalofríos, y bajé la cabeza como un niño reprendido.
-No te vayas otra vez –dijo. Con fuerza. Pero sin tono. Sólo directo a mí.
Apreté mis uñas contras su nuca fuertemente, intentando encontrar algún recoveco en aquella orden por el cual escapar, pero no lo encontré. Simplemente asentí, perdido en sus ojos azules tan brillantes como cualquier navaja salvadora.
-Promételo.
Yo me eché a llorar también, y eso pareció bastarle. Harry interpretaba las lágrimas como le daba la gana, y la frustración húmeda de no poder prometerle eso le hizo creer que era un arrepentimiento justo por los días pasados.
Odiaba conocer tanto a Harry, y que él me conociese tan poco a mí.


-¿Cómo te gustaría morir? –preguntó entonces ella.
Toqueteando una cajita blanca y violeta de Sinogan, el nuevo caramelo que había encontrado bajo el colchón lleno de pelusas. Probaba el nombre acostumbrándose al raro sonido de los fármacos. Luego lo tiraba lejos, mientras el sonido del papel plata rompiéndose destrozaba mis oídos, y cogía otra caja.
-Dormicun –susurró. Lo repitió dos veces más-. Éste era más fácil –comentó.
Secobarbital.
Lexotan.
Ropinol.
Valium.
Allí.
Aurora se rió con el nombre de la última. Dijo que aquello era un sitio. Y que eso sugería muchas cosas. Allí. Pastillas dietéticas azules. De las de los vaqueros nuevos cada semana.
Las lágrimas me corrían por las sienes, el techo era terriblemente blanco aun con el ramaje de grietas que lo atravesaban. No quería moverme. No podía moverme. Era como si el Sol me hubiese cosido al colchón, derritiéndoseme sobre las retinas hasta quedarme ciego, y de mí sólo funcionaba la tonta boca que tragaba y besaba.
Luego me miró fijamente. Los rayos dorados atravesaron sus irises, pero yo sólo podía ver cómo temblaban tras un manto gris. Como si sus pupilas fuesen censuradas por mi mente. Nunca, nunca veía sus ojos. Pero su pelo brillaba en oro oscuro, como si sus puntas estuviesen ardiendo. Era muy bonita. Ella no se lo creía cuando se lo decía, y yo tampoco lo creía cuando lo decía de mí. Era un buen trato.
-¿Cómo te gustaría morir? –repitió, apartando la última de las cajas.
Lentamente se subió encima de mí, presionándome los hombros con sus manos. Apenas podía respirar, y me ahogaba en las mucosidades que me entaponaban la nariz. Hipaba de vez en cuando, intentando librar los pulmones. Pero Harry. Harry. Había mentido a Harry. Le había desobedecido. Y ya no había marcha atrás. Había demasiado peso multicolor en mi estómago. Le había estado gimiendo a Aurora sobre esto, pero ella sólo ponía los ojos en blanco y me ignoraba. Me acarició la mejilla.
-En algún momento tenía que darse cuenta de que eres basura –me explicó, acariciándome el pecho con ternura-. Sólo le estás ayudando. A abrir los ojos, ¿verdad?
La lógica de Aurora era aplastante. Sus muslos me apretaban en la cadera cuando ella se inclinó hacia mí. No tenía a nadie más que a ella. Sólo ella me decía la verdad y se mantenía a mi lado. Sólo ella aceptaba lo más bajo que yo podía llegar. No me mentía. No me decía que era perfecto, o guapo, o listo, o lindo, o inteligente. Ella concordaba siempre con mis pensamientos. Ella también pensaba que debería estar muerto. Ella me ayudaba a estarlo. Poco a poco, para aprovechar cada uno de los segundos. Yo también la quería muerta. Inconscientemente. No puedes amar a alguien que desea tu muerte. De ninguna manera.
Ella me besó, tocándome, despertándome. Intentando devorarme con el punzón agudo de sus uñas y sus dientes.
-Hagámoslo como si fuéramos animales –me dijo, en un susurro agitado.
-Ya somos animales –le contesté. Conocía sus juegos y sus movimientos rítmicos sobre mi entrepierna.
Y lo hicimos.

-Hagámoslo como si quisiésemos morir –dijo, entre gemidos.
-Queremos morir –repliqué. De aquello iba la historia.
Y lo hicimos.

-Hagámoslo como si estuviésemos muertos.
Dudé un momento.
-¿Ya estamos muertos?
Sonaba bien. Demasiado. Ella sonrió, los ojos cerrados y la sonrisa torcida. No podía parar de llorar. Yo. Y ella también. Dolía demasiado. Comenzaba a marearme, y las paredes temblaban y subían y bajaban, y ni siquiera sentía la tela verde militar en mi espalda para asegurarme de que seguía tumbado y a salvo.
Pero lo hicimos.

-Ahora… –comenzó, y me dio un beso.
Nada bueno sucedía cuando Aurora paraba una frase para darme un beso.
Así que supe que iba a destrozar todo mi Universo en el siguiente sonido, pero no pude quitármela de encima. Tampoco sabía si quería.
-Ahora hagámoslo como si nos amásemos.
Su pecho se agitaba rápidamente, y tragó saliva. Yo también lo hice. Las palabras se derramaban en mi cerebro, colándose, digiriendo su significado. Y Aurora esperaba a que le contestase. Con el oxígeno encerrado en su garganta.
Me incorporé bruscamente y le abofeteé.
Era la primera vez que golpeaba a una mujer, pero me dio absolutamente igual.
Ella gimió y gritó, y yo le empujé fuertemente para apartarle de mí. Me vestí a toda prisa, recogiendo la camiseta maloliente, los zapatos llenos de barro y la cinta que me ponía en la cabeza para aplastarme bien el flequillo contra la frente. Ella no se movió, acurrucada en la cama y con los dientes apretando fuertemente su antebrazo. Las lágrimas seguían allí.
Cerré la puerta con un portazo.


Sólo había una persona en el mundo a la que amaba. Y no era Aurora.
Harry me sonrió cuando traspasé el umbral, y me envolvió en sus brazos. Nunca había estado tan seguro como en aquel momento. En ningún sitio encajaba tanto como en el hueco entre su pecho y sus brazos. Me sentía tan bien allí que sabía que, de alguna manera, eso estaba mal.
Harry y yo charlamos durante horas. Durante días. Mi película preferida puesta en la televisión. El lugar preferido en el rincón del sofá. La postura y el silencio perfectos en lo que él cabeceaba, casi dormido, y decía entre dientes que todo volvía a estar bien. Su pulgar haciendo círculos en mi mejilla, en mi mandíbula.
Como un pez que se muerde la cola, sabía que aquello no tendría fin. Volvería a mentirle una, y otra, y otra vez. Y volvería a romperle en pedazos una, y otra y otra vez. No podía permitir eso. Ella me lo había hecho ver. Era extraño como todo tenía que ver con ella, y conmigo. Y ya era hora de acabar con eso. De arrancar tu propia cola de pez entre tus dientes. Y masticar el dolor y la pena. Desangre de culpa.
Di un largo beso a Harry, y le susurré que le amaba. Le dije que volvería en unas horas, aunque sabía que no lo haría. Era hora de acabar con aquello. Estaba tan envenenado que no podría curarme, pero lo suficientemente sano como para aguantar demasiado vivo. Y aquello tenía que parar.
Le dije muchísimas cosas al oído, mientras dormía. Le dije todas las cosas que no le había dicho y le repetí las que ya habían escapado alguna vez. Acaricié cada centímetro de piel para guardarla en la memoria de mis dedos. Luego suspiré y salí de la casa, en busca de los últimos reductos que me unían a la vida.


No sabía cuántas botellas llevaba vaciadas cuando llamé al timbre del piso y ella me abrió la puerta, vestida sólo con unos panties grises y una camiseta de tirillas roja. De pronto me pareció mucho más pequeña, más frágil y más pálida. De pronto no parecía tan aterradora. Luego me di cuenta de que no recordaba ningún momento en el que ambos hubiésemos estado de pie, quietos, el uno frente al otro, sin más.
Le tendí la botella marrón en un gesto casi simbólico, y ella la aceptó. Seria. Avancé un paso y volví a cerrar tras de mí. Entonces ella empezó a sonreír torcidamente, cada vez más, y estaba en su tela de araña de nuevo. Se deslizó hacia mí, rodeándome, como examinándome, olisqueándome, como un gato.
-Has vuelto –susurró, y no parecía confiar en su propia voz. Me tambaleé, apoyándome en la pared, y luego aferré su brazo.
-Sí –contesté, cortándola, y ella sonrió aún más-. Ahora hazlo.
-¿Mmmm…?
-Haré lo que quieras, pero mátame.
-¿Por qué no lo haces tú mismo? –resopló, llevándome disimuladamente hacia el colchón. Tropecé con un par de botes de jarabe antes de llegar a la cama, y para entonces ya no sabía dónde estaba mi chaqueta, y ella estaba tras de mí y abrazaba y besaba y acariciaba mi espalda. Apoyé las manos sobre el colchón para mantenerme en equilibrio. Sus labios paseaban por el lóbulo de mi oreja.
-Vamos… –supliqué.
Me dejé caer sobre el jergón y ella me siguió, con una risotada divertida. Volvía a ser ella. Cuanto más perdido estaba yo más se encontraba ella. Bebió un largo, largo, largo trago, y luego tosió y su garganta se convulsionó en náuseas.
-¿Es por Harry? –preguntó entonces.
Me quedé helado. Harry.
-¿Qué tiene que ver Harry aquí? –pregunté con voz débil.
Ella suspiró.
-No pasa nada –y rodó a un lado para abrazar mi pecho, los ojos cerrados plácidamente-. Ya he solucionado ese tema.
Quedé en silencio unos cuantos minutos. Ya me había perdido. Era de noche de nuevo. No recordaba haber estado tanto tiempo bebiendo en el parque. Pestañeé.
-¿Cómo?
Ella rió por lo bajo.
-Lo de Harry. No vas a tener que volver a tomar más decisiones, ni preocuparte por él. Yo soy la única que tiene derecho a matarte o torturarte.
Silencio. Silencio.
-No lo entiendo…
-Ya no existe –me cortó-. Me he encargado de él. Era demasiado. Te conocía demasiado. No me gusta que toquen mis cosas. Y tú estabas empezando a dudar. Incluso me dijiste que le querías. Me dijiste que le querías y yo no sabía qué hacer… nadie tan horrible como tú debería tener permitido amar. Sólo a mí. Eres mío, ¡eres mío! ¿Estás feliz ahora?
Me incorporé, temblando. Un sudor frío serpenteaba por mi espalda, y apenas era capaz siquiera de respirar.
-¿Cómo que te has… encargado…? ¿Qué significa eso?
Ella negó con la cabeza, se dejó caer sobre el colchón y rio fuertemente.
-No le harás más daño. No puedes. Simplemente no puedes. Ya no. ¿Lo pillas? Seguro que sí. Hueles mal, pero eres listo. No inteligente, pero sí espabilado. ¿Me comprendes? ¿Quieres un trago? Dime que me amas. Sé bueno.
Entonces comprendí.
-¿Qué le has hecho?
-Sólo lo que tú hubieses hecho, al final. Poéticamente. Yo físicamente.
El oxígeno me abofeteó los dientes, y no pudo quebrarlos para entrar a mis pulmones. Pálido, sangre huyendo de mis venas.
-¿Quieres decir…?
Ella bufó.
-Sí, Dougie, sí –resopló-. Lo he matado.
Bufó fuertemente. Las palabras no entraban.
-Me he cargado a ese hijo de puta. Es una lástima porque era perfecto. Era muy bueno contigo. Pero era muy corto y te quería demasiado. Ni siquiera fue difícil. Sólo lloriqueé, hablé sobre ti y sobre sangre en mi coche y tu cuerpo debajo, y se alteró lo suficiente como para bajar la guardia.
Pestañeé.
-Somos libres, Doug. Libres para morir sin dañar a nadie. Ya no tendrás que torturarte pensando en si lo va a superar o no. Ya no existe. Y dentro de nada tú tampoco.
Y dentro de nada tú tampoco.
Pero no me iría solo.
Los rebordes de la habitación comenzaron a derretirse, como si de pronto la temperatura hubiese subido 15º. Yo sabía que sólo estaba en mi mente, pero el caso es que lo hacían, y gotas de yeso derretido caían sobre su cuerpo y sobre el mío, pegándonos al verde militar. Su pecho subía y bajaba al respirar. Harry. Harry ya no estaba. Pero yo no iba a volver.
Gemí. Luego sollocé.
-Yo no iba a volver –dejé salir el sonido herido entre mis labios-. Yo iba a morir aquí hoy. No hacía falta…
-Claro –me cortó, acariciándome el pelo-. Claro que hacía falta. Era tu último paso. Lo era. Tenías que saberlo. Tenías que aceptarlo todo antes de que muriésemos. Harry tenía que irse antes que tú.
Entonces reí. Reí fuertemente, y el sonido fue exacto a una de sus risotadas de hiena. Me asusté por un momento, había sido tan igual… luego sonreí. Sonreí y me estremecí y lloriqueé a un tiempo. ¿Desde cuándo Aurora hablaba tanto? Me gustaba más cuando se expresaba con otras partes de su cuerpo. No me gustaba su boca. ¡Mira lo que había hecho su boca! Si hablas, piensas. Acabas por atarte a las palabras. Yo le había dejado hablar tanto, yo había hablado tanto, que nos habíamos cosido el uno al otro. Un sollozo se me atrancó en el pecho y tosí. Ella siguió besándome las sienes por donde resbalaban las lágrimas y el techo caía y caía sobre mí. Había calabazas brillantes comiéndose los muebles y las pastillas bailaban como en un cabaret al borde del colchón. Se deslizaban como en un buffet libre para rodearnos y matarnos.
Y Harry estaba muerto. Harry estaba muerto porque yo le amaba. Aurora ya lo había dicho. Aurora había dicho que yo siempre acababa por destruir lo que amaba. Debería haber sabido que Harry no era una excepción. Harry, con sus músculos tan fáciles de rasgar y sus huesos duros de cristal. Harry dos veces más ancho que yo y tres veces más sonriente. Harry, tan humano. Harry, tan mortal.
Las sábanas resplandecían al color del oxígeno que respiraba sobre ellas, se encendían debajo de mí como el latido de un corazón iluminado por dentro. Me enredé en ellas, Aurora reía, y yo supe que estaba total y completamente loco.
Aurora no brillaba. Aurora era un trozo de cartulina negra pegada sobre la lámpara de sábanas verdes. Aurora se reía y lloraba y tragaba alcohol marrón debajo de mí. Era la primera vez que la veía así, debajo de mí. Era extraño no haberme movido de aquella cama en todo ese tiempo, como si mi espalda se pegase en imán.
Y Harry estaba muerto.
Acaricié sus mechones largos y oscuros, y ella clavó sus uñas en mis rodillas a los dos lados de su cintura. Le retiré el flequillo, me incliné para besarla. Le inmovilicé la botella contra sus labios. Borroso. ¿Había humo? ¿Y de dónde? ¿De dónde provenía toda esa fluorescencia? Su piel se veía purpúrea. Ultravioleta. Como la ropa interior blanca en una discoteca.
Mis manos se resbalaron solas en una caricia hasta su clavícula, y luego seguí los dos grandes tendones hacia arriba. Rió. Rió de nuevo.
Y Harry estaba muerto, y yo cerré mis dedos en torno a su cuello. Y mil pulgares presionaron el botón mágico de aire que se superponía a la garganta, y lo apreté tan fuerte que sentí cómo sus piernas daban sacudidas bajo las mías.
Ella alzó las manos, los ojos muy abiertos y muy brillantes y muy rojos, y apoyó sus manos en mis hombros, dándome pequeñas palmadas. Sentí cómo su garganta ondulaba bajo mis yemas, como si intentase toser. Yo sonreí. Sonreí mucho.
Harry estaba muerto.
Harry estaba muerto, y en nada ella también.
Sus manos resbalaron por mi espalda en la última caricia, y cerró los ojos cuando la falta de oxígeno le hizo perder el conocimiento. Brusquedad vibratoria debajo de mí tras los largos instantes de después, mi fuerza ahogando, asfixiando, liberando.
Pestañeé.
Pestañeé de nuevo.
Luego tomé la botella casi vaciada sobre las sábanas y le pegué un trago. Aurora no se movió. Aurora no abrió los ojos, ni me abofeteó, ni lloró, ni rió. Lo hice yo. Yo me castigué, yo me abrí las heridas, yo lloré y yo reí. Finalmente me alcé, abandonando la cama fluorescente, tambaleándome, comenzando a asustarme de que el techo me sepultase allí para siempre.
El paso siguiente era completar el círculo. No sabía cómo. Pero lo era. Acabar. ¡Yuju! Ya era hora de morirse. Lo había alargado demasiado. Era hora de morirse. Aurora había matado a Harry. Yo había matado a Aurora. Ahora Harry debía matarme a mí.
Rompí a llorar en medio del pasillo.


El pulso me retumbaba en las venas como golpes con bates de béisbol, y me dolía tanto cada latido que me daban unas ganas tremendas de clavarme las uñas y arrancar cada arteria que se estuviese sobreexplotando. Respiraba agitadamente, hacía frío, el vaho de mi respiración era quien me marcaba el camino. Un grupo de tíos me acorraló, oí el tintinear de sus cinturones y sus vaqueros bajándose. Ah, no. Yo debía morir esa noche. Vaho, vaho, haciendo un camino, escapada.
Y estaba en mi barrio de nuevo, las casas amplias de peces gordos y el color beige de la casa de Harry. Sollocé en bajo, pero un par de Valiums sabrían hacer de cleenex. Miré hacia arriba. Las estrellas brillaban mucho. Joder, brillaban muchísimo. Más que las sábanas de Aurora. Incluso más que las calabazas devoradoras de muebles. El vaho las empañó y yo agité mis brazos para deshacer el aire blanco, pero por mucho que agitaba las manos, no podía parar de respirar, y no conseguía ver las estrellas.
Grité de frustración. Pero basta de charla. ¿Y mi condena?
Me giré de nuevo hacia la casa, arrastrándome, esperando que ella hubiese sido elegante. No quería un espectáculo. No quería sangre ni golpes. No quería un hedor penetrante que me borrase el recuerdo de su olor a algodón. No quería mandíbulas voladas a disparos, ni desfiguraciones con navajas. Por favor, por favor, que haya mantenido las navajas fuera de esto.
Harry. Hum. Harry.
Abrí la verja blanca de fuera, y el césped resplandecía húmedo del riego automático. Maravilloso. Maravilloso cómo las gotas de agua se quedaban prendidas allí. Como las estrellas allá arriba. ¿Quién colgaba las estrellas en el cielo? ¿Quién se las llevaba por las mañanas?
No sentí ni siquiera el sonido lastimero que salió de mi garganta. Era demasiado patético incluso para mí. Odiaba. Odio. Las estrellas quemando gargantas ultravioleta en mi estómago lleno de pastillas…
-¿Dougie?
El vaho volvía a cubrirlo todo. No sabía siquiera respirar. Todo mi cuerpo se volvía en mi contra. Respira y te quedarás ciego. Intenta ver y te ahogarás. Su voz. Su voz sonaba en todas partes. Incluso sus pasos, sonando como en charcos. Como pisando suelo húmedo. Incluso tan cerca. Por favor, que no le haya deformado. No mucho. Más por su familia que por mí. Yo iba a morirme pronto. Harry tenía que matarme.
-Dougie, ¿estás bien?
Alcé la vista de pronto, clavándola en él. Confundido, di un paso atrás, y él me sonrió duramente.
-Ya te echaré la bronca después. ¿Eso es sangre? ¿Eso es alcohol? Dougie…
Y allí estaba. Allí estaba, con su camiseta gris bajo una sudadera a cuadros rojos y negros. La bufanda rodeándole el cuello a medio poner, y los pantalones grises. Pestañeé, perdido y confuso. Le veía porque mi aliento había parado de pronto. Una lágrima se me desbordó de las pupilas, rodando mejilla abajo.
-¿Estás…? ¿Estás…?
Frunció el ceño.
-¿Estás vivo?
No me moví mientras él iba avanzando hasta mí. No estaría preparado para romperme de nuevo. Si desaparecía otra vez o si era una ilusión o si no me daba calor o si no encajaba en sus brazos, no sabría qué hacer. No sería demasiado rápido en morir. Demasiado daño. Ni siquiera para una milésima de segundo.
Pero sus brazos me rodearon y sus labios se pegaron a mi sien, y era cálido, no digo árido, cálido. En una noche fría de estrellas. Lo apreté tan fuerte como para matarle de nuevo, pero él no se quejó y me apretó a su vez, con más delicadeza. Aunque realmente no me hubiese importado que me hubiese desquebrajado cada uno de los huesos.
Su pulso me acariciaba los labios en su cuello, y yo besé su vida.
Luego me acordé de Aurora. Y de su mentira.
De su clara mentira.
Y de mis manos. Y su cuello.


Yo apretaba fuertemente su mano, y ambos mirábamos fijamente la puerta del piso de Aurora. En realidad, la mitad del camino la había hecho colgando de su cuello, y había olvidado las veces que había vomitado.
-Aurora –había dicho-. No.
-¿Dougie?
-La he matado. La he matado.
Claro que Harry no sabía quién era Aurora, y se tomaba todo aquel asunto como alguna alucinación demasiado vívida dentro de mi cabeza. Incluso habiéndoselo contado todo. Borbotones de palabras resbalando por mis labios. Harry me había dicho que estaría muerto si hubiésemos tomado tantos medicamentos. También me había arropado y arrullado durante horas mientras yo le gritaba y vomitaba y lloraba y volvía a abrazarle fuertemente para asegurarme de que estaba allí. Harry también me decía que estaba conmigo, que estaba vivo, y que lo estaría hasta el momento en que yo dejase de estarlo.
Harry me miró un momento, y yo le tendí la llave. En realidad no me había fijado en la llave hasta aquel momento. En realidad ni siquiera era consciente del camino hasta allí.
-Harry –le llamé-. Harry…
-No pasa nada –susurró, acariciando mi mano con la suya-. Seguramente iríais demasiado drogados. No pasa nada.
Apreté fuertemente nuestro enlace.
-Sólo… solo haz que… sólo mira que esté viva.
Las palabras se me agarrotaron en el paladar.
-Y si no… quiero que… quiero…
Harry me besó en la sien, acallándome. Él ya me había dicho muchas veces que no importaba lo que hiciese, él siempre estaría ahí para borrar mis huellas. Yo nunca le había creído. Nunca le había creído hasta que había preguntado si estaba seguro de que estaba muerta, y que si había dejado caer mucha sangre. Yo le había mirado fijamente, y él había dicho que la sangre era difícil de limpiar. Grité.
-Todo irá bien –dijo. Y le tembló la voz.
Yo me dejé resbalar con la espalda pegada en la pared de al lado de la puerta, y tragué saliva cuando él atravesó el umbral.
Esperé. Esperé segundos, minutos, horas, días y siglos, directamente. No sé si pasaron uno o dos años, y yo estaba ahí sentado y no oía más que el silencio a mi lado. Debía ser grave. Debía tener una pinta horrible. Debía ir a la cárcel. Ni siquiera me merecía morir. Tragué saliva. Me daba mucho miedo la cárcel. Esos hombres… y yo no daba nada de miedo. Hasta Aurora había sido más fuerte que yo.
Hasta que la había matado, claro.
Gemí.
Entonces Harry volvió, y yo me encogí en mí mismo, comenzando a temblar tan violentamente que me volví una mancha borrosa. Le oí suspirar.
Eso era que estaba muerta. Claro que estaba muerta. Estaba muerta porque Harry había estado muerto. Y yo le había clavado los pulgares lo suficiente como para atravesarle la garganta. Sollocé de nuevo.
-¿Qué… qué clase de juego es éste? –dijo Harry entonces.
Paré de pronto, y alcé la vista, confuso. Harry estaba pálido, pero lo que más destacaba en él era su completa expresión de aturdimiento. Balbuceé algo, pero no dije nada. Sólo me alcé, y él me miró casi con miedo.
-¿Juego…? –repetí.
Harry se hizo a un lado, y yo me asomé por la puerta.

Allí no había nada.
Absolutamente nada.

El parqué resplandecía como si fuese su primer día, y unas largas cortinas blancas que llegaban hasta el suelo se movían atrás y adelante fantasmagóricamente, ocultando un enorme ventanal que ocupaba toda esa pared. La luz del amanecer arañaba las paredes desnudas de ladrillo.
No había cama. No había escritorio, ni portátil, ni sábanas verde militar. Era simplemente un piso de una sola habitación totalmente vacío, a estrenar. La única diferencia grotesca era que del suelo germinaban los paquetes de pastillas, como un huerto de madera lacada y botellas de alcohol y jarabe. Todo, todo el suelo cubierto con tabletas vacías de pastillas y botes de cápsulas. Prospectos de medicinas a medio leer tirados. Botellas vaciadas en el suelo.
Claro que faltaba Aurora. Claro que estaba pensando en ella. Pero yo le había asfixiado sobre una cama. Sobre la cama de la que no me había movido cada vez que iba allí. Aurora. Aurora. Aurora se había retrotraído en sí misma tanto como para desaparecer. O a lo mejor me la había comido, aunque no notaba el sabor de la carne en mi boca.
Comencé a temblar de nuevo, perdido y confuso, y apenas tenía fuerzas para retomar el llanto de antes. Era como si hubiese vuelto a aquella etapa infantil en la que, si me tapaba los ojos, mágicamente me hacía invisible y nadie podía verme. Si no podía verla, nadie más lo haría. Y ella no estaba. No estaba allí con la cara morada e hinchada. Nada de ojos blancos vueltos hacia el cerebro. Ni los labios aún húmedos. Nada, no había nada. El pecho que subía y bajaba actuaba como un arma contra mí, ahogándome.
Los pasos de Harry resonaron sobre el parqué, como un tic tac de una coreografía de claqué, y me volví hacia él con los ojos muy abiertos. El piso comenzaba a llenarse de luz, y todo era tan blanco que hacía daño a la vista. Él me miró, serio, preocupado, frunciendo el ceño ligeramente.
-¿No es mejor así? –preguntó. Él lo había entendido antes que yo.
El ritmo de luz que había adoptado la noche frenó bruscamente, dejándome quieto y desinflado, mientras todos mis músculos temblaban ante el inminente alivio y des estrés. Suspiré largamente, sintiendo el tembleque aún en el propio suspiro, y cerré los ojos. Harry avanzó un poco más, pero no me tocó.
Entonces lo comprendí, y era tan estúpido y lunático que me reí por lo bajo y a la vez lloré. Era el último paso. El punto cénit de mi asco y repulsión hacia mí mismo. Ese sueño, el de toda la vida, de ser alguien tan diferente a mí que siquiera me pudiese reconocer a mí mismo. Alguien nuevo. Ni siquiera tenía por qué ser un tío. Sólo pensar, actuar, hablar diferente. Pensar diferente. Había soñado tantas veces con no ser yo que había acabado por adoptar un no-yo conmigo. En una casa que también estaba hecha de pedazos que yo no tenía.
Y lo había conseguido, lo había conseguido hasta tal punto que había estado a punto de desaparecer. De matarme con ella. De ser ella, en la muerte. Traspasar el reflejo del espejo y meterme en su piel. Una persona nueva que odiase el tipo de despojo social que había sido. Pero Harry. Siempre Harry. No ser yo implicaba no ser Harry. No ser yo implicaba no amar a Harry, y viceversa. No ser yo implicaba no necesitarle. No estar a su lado.
Era el último paso. La última prueba. Para ser ella. Para estar en ella. El punto cénit de mi asco y repulsión hacia mí mismo. Tenía que ver si merecía la pena. Si merecía la pena no ser yo. Si merecía la pena perder a Harry. Mi vida sin Harry. Mi vida no siendo yo. Aurora. Aurora haciéndolo por mí. Aurora matando a Harry en mi mente para que pudiese comprobarlo.
Yo matando a Aurora.
Yo matando todo lo que alguna vez había querido ser. Yo ahogando todo lo que había tardado años en construir, en mi reflejo. Yo acabando con todo eso.
¿Y por qué?
Me eché a reír y a temblar y a llorar, y luego vomité. Si me llevaba al hospital rápido podría librarme de esta. Si me llevaba al hospital rápido prometería una y otra vez que no volvería. El reflejo. No jamás. De ninguna manera.
En mi mente, los ojos borrosos de Aurora eran tan parecidos a los míos que dolía. Tan, tan parecidos que eran una copia barata. Una copia barata de lo que había sido.
Harry me abrazó por detrás, y yo me dejé caer entre sus brazos, con la vista fija en la luz cegadora de las ventanas.
Jamás había sido tan yo como en ese momento.
Jamás había estado tan enfermo, tan a punto de colapsar.
Jamás me había sentido tan pequeño.
Jamás me había sentido tan bien.
Jamás.





















.

jueves, 10 de noviembre de 2011

Memory Lane.

Título: Memory Lane.
Autor: Yo xD
Género/Pairing: Romance. Angst. Danny/Chica Random.
Argumento: Creo que ya ha llegado la hora de volver. Dos años es mucho tiempo.











MEMORY LANE.




Memory Lane. Son dos simples palabras que se refieren a los recuerdos de tu vida anterior. También es cualquier situación que te haga fundirte en la nostalgia. Como sea, todo gira alrededor del pasado.
Él es pasado. Pasado borroso, pasado de nubes.
Pero… Memory Lane.
A él nunca le podrá ver nadie. Nadie verá dentro de él como yo. Y, si nadie le ve, nadie podrá tenerle. Es lluvia.
Ese es el único recuerdo que conservo.
Luego vino El Golpe.



El Sol brillaba con fuerza como hacía meses que no le veía hacerlo. Los rayos se clavaban en cada centímetro de cemento gris, aún húmedo por la lluvia del día anterior. El aire olía a humedad, pero el Sol se mantenía en su lugar, como un guía del que todo el mundo dudase.
Acababa de salir de la estación, y llevaba una mochila raída al hombro, con las correas medio deshechas por el tirar de los años y el broche del bolsillo principal roto. Una fuente con una extraña estructura de metal presidía la plaza a la que daba la estación, y yo la observé mientras cruzaba la plaza y empezaba a callejear por las avenidas del pueblo, cubiertas de aquel sol mañanero.
Tenía la dirección escrita en un papel arrugado y amarillo, carcomido por los bordes y medio podrido de tanto doblarlo y desdoblarlo. No sabía cuántas veces lo había releído, o por cuánto tiempo había estado metido en mi cartera, antes de que reuniese el suficiente valor para volver.
Recordaba que solíamos coger el tres de las siete y media para ir a la costa, y el de las cinco y media para volver. Siempre cogíamos la mitad de las horas. Era como un ritual, algo mágico. Por eso había cogido el autobús que me dejaba allí a en punto. Nunca olvidaré que tardaba exactamente media hora andando hacia nuestras casas contiguas, pisos de verano encajados en una urbanización de edificaciones completamente clónicas.
Había probado a llamar primero a su móvil, pero nadie había contestado. Pensé que era normal, que dos años al fin y al cabo era mucho tiempo. También me sentí traicionado. Y solo. Pero eso no se lo dije a nadie. “Bueno, ya era hora de que alguna chica pasase de ti” fue el único comentario que recibí. Las promesas eran promesas, y ellas las valoraba aun por encima de sí misma.
O eso había sido así hacía dos años.
Ella había cubierto mis ojos con sus manos, un paso anterior a la puerta del vagón del tren que me llevaba a la capital, con la funda de la guitarra entre mi espalda y su torso.
-No vuelvas hasta que oiga tu nombre en la radio.
Eso había dicho, susurrado en mi oído. No vuelvas hasta que suene tu nombre en la radio. En realidad había tardado mucho más en volver. Quizá por miedo. Quizá porque estaba demasiado ocupado. Pero era agosto, el calor fluía, el aire era bueno, el pueblo estaba casi desierto y en dos días comenzaríamos a grabar las canciones que ya llevábamos de nuestro segundo disco. Debería haber vuelto mucho más antes.
Recuerdo que me tomé esa frase como un juego. Sabía que no me iban a coger, así que le dije que estaría allí en un abrir y cerrar de ojos.
Ella me dijo que nunca volvería.
Yo me reí, y le dije que no mintiese.
El último pitido, y las puertas del vagón se abrieron justo ante mí. Un paso, y sus manos me permitieron ver de nuevo. Me di la vuelta y la miré, ceja alzada con escepticismo y sonrisa irónica. Yo le sonreí también. Mentirosos natos.
Luego le di un beso. El primero y el último, y me metí en el vagón.
Cuando miré a través de la ventana, ella ya no estaba.
Esa misma tarde conocí a Tom.
Miré el reloj. Y veintisiete. Mis pies se habían detenido al comienzo de la calle, y desde allí podía ver la esquina de su jardín. Releí la dirección y luego la placa azul en la primera casa de la urbanización. Sí. No había posibilidad de equivocación.
Eché a andar, aparentando una tranquilidad que no sentía y canturreando por lo bajo para modelar la voz y los nervios. Mis hombros se movían solos a un ritmo que yo no conocía para mentirme a mí mismo.
La casa seguía como siempre. Clavé los ojos, casi asustado, en el cristal que se suponía que pertenecía a su habitación, y vi cosas pegadas en él, como rectángulos de papel de colores o formas transparentes también de colores, como gelatinosas. Suspiré. Tenía el timbre a dos centímetros, la mano apoyada en la verja que rodeaba el jardín. Y no era capaz de hacerlo.
-¿Perdona?
La voz que se incrustó en mi columna y me hizo girarme bajo su dictado, rígido, casi asustado.
Y allí estaba.
-¿Buscas a alguien?
No podía decir que seguía exactamente igual. Yo tampoco era igual. A lo mejor no me reconocería, aunque sus ojos de gato estaban fijos en mí. Me quedé un momento más quieto, dejando que sus pupilas resbalasen por mis rasgos, que me reconociese, que supiese quién era. Que mezclase mi imagen con el nombre en la radio. Y yo me habitué de nuevo a cada facción redonda y suave de su rostro, la ceja alzada de nuevo, la coleta hecha de cualquier manera y los mechones pelirrojos sueltos sobre sus ojos. Llevaba una blusa de verano de manga corta, y una falda hasta las rodillas de ligeras tablas floreadas. Delicada. Bonita.
-¿Y bien? –volvió a decir, dudosa.
Pestañeé. Venga, no había cambiado tanto. Reí, incrédulo.
-¿Canda? –pregunté, temiendo que mi memoria me hubiese fallado y que no fuese ella, aunque sus ojos no me mentían nunca.
Ella ladeó la cabeza.
-Candace, sí… ¿quién eres?
Hielo. Estatua de hielo, y una gota por mi columna vertebral como peligro de derretimiento. ¿Qué quién era? Bueno. Vale. A lo mejor dos años eran demasiado. A lo mejor otros dos anteriores de amistad tampoco eran demasiado.
Probé con ir poco a poco.
-Esto… soy Danny.
Ella rió de una manera extraña, cerrando los ojos y volviéndome a mirar intensamente otra vez.
-Bueno, en realidad sé que eres Danny.
Sentí alivio durante sólo un segundo. Lo que tardé en comprender que ese Danny no era su forma de pronunciar mi nombre. No estaba ese tono de confianza. Nada del verano en las cinco letras. Sólo frío. Con la misma candencia con la que lo entonaban todas las personas que no me conocían. Danny. Danny Jones. Fans, entrevistadores, fotógrafos, profesores de canto y guitarra. Danny Jones. No sólo “Danny”.
-Pero, ¿qué haces aquí?
Lo único que pude hacer fue tenderle el trozo de papel con su dirección, escrito con su propia letra. Ella lo miró un momento, perdida.
-¿Dónde has encontrado esto?
Avancé un par de pasos hacia ella, mientras Canda observaba el papel por todos los lados.
-Me lo diste tú –le dije-. Yo sabía que se me olvidaría, y tú me lo apuntaste.
Canda me miró directamente a los ojos, con una sonrisita torcida y amable. Me devolvió el papel, y yo volví a doblarle por quién sabe qué vez.
-Creo que te has equivocado. Lo siento. Además, yo no escribo mi nombre con K.
-Antes lo hacías…
-¿Antes cuándo?
Aquello me estaba doliendo. Doliendo de verdad. Como grillos raspando sus notas en el interior de cada vena de mi cuerpo. Lombrices removiéndose para escapar de la incomodidad. Y un hormigueo en las mejillas, podía sentir la sangre huyendo de mi rostro, quedándome pálido del simple miedo.
-Pues… hace dos años… –no sabía cómo seguir-. Éramos amigos, y… no sé, íbamos a la playa y yo llevaba mi guitarra y tú me oías… ¿qué más? Bueno, yo era bastante más feo por aquella época. Tampoco es que haya mejorado mucho, pero…
Entonces, ella alzó la mano para cortarme. Su expresión se había transformado, y ya no quedaba cortesía en ella. Tampoco enfado o hastío. Era dolor. Dolor. ¿Por qué dolor?
-¿Te conocía antes del 23 de Junio del 2003?
Pestañeé, confuso.
-Claro… y desde mucho antes.
Canda cerró los ojos lentamente, como quien está a punto de quedarse dormido. Tomó aire largamente mientras se cruzaba de brazos, algo tensa. Creí ver algo de humedad entre sus pestañas. Y el brillo de sus ojos al abrirse y mirarme, los labios fruncidos. Y yo estaba completamente perdido.
-Así que tú eres parte de mi vida anterior…
Silencio. Continuamos quietos.
-¿Cómo?
Canda desvió la vista e intentó rodearme, pero la paré, aferrando su muñeca con mi mano. Unos segundos mirando ese contacto entre nosotros, el primero en todo aquel tiempo. Me estremecí.
-¿Qué pasa? –pregunté-. ¿Qué ha pasado?
Ella se giró hacia mí. Estaba pálida y respiraba agitadamente, estresada. Comenzaba a pegarme su nerviosismo y casi temblaba.
-¿Qué es Memory Lane?
La miré a los ojos. A los ojos castaños. Memory Lane. Que qué era Memory Lane. Pues Memory Lane era Memory Lane. ¿Por qué no se acordaba? ¿Por qué no me quería recordar a mí?
-Memory Lane –repetí, y Canda asintió, aferrando ahora mi mano con fuerza-. Memory Lane es el muelle, claro.
Y entonces ella rompió a llorar.
Era algo surrealista. El Sol estaba rompiendo contra nosotros, y teníamos las manos entrelazadas fuertemente. Ella lloraba en silencio y yo la miraba, perdido. Quería hacer algo. Quería abrazarle. Quería tomar su otra mano, quería besarle la sien. Pero no podía hacer nada más que quedarme mirando, como una estatua.
-Eres la lluvia, ¿no?
Sonreí trémulamente.
-Bueno, eso decías tú. ¿Ya te acuerdas de mí?
-No.
Latido desacompasado. Mi sonrisa desapareció de pronto.
-Oh.
-No es… no te he olvidado a propósito.
Me incliné un poco hacia ella hasta que sus ojos hicieron contacto con los míos. Vi cómo se limpiaba las lágrimas, como si sintiese vergüenza por ellas. No entendía nada.
-Cuéntame más –me pidió-. Del muelle.
Había tanto vacío y ansiedad en su voz que obedecí al instante, sin pensarlo.
-Lo llamábamos Memory Lane. Íbamos allí sólo los domingos a las cinco, cuando atardecía. A veces llevábamos a Johan o a Lindsay con nosotros, pero no lo entendían. Allí sólo hablábamos del futuro y del pasado. Sólo de lo que queríamos hacer y de lo que habíamos hecho.
-Y de otras vidas.
Volví a sonreír, apretando su mano.
-Y de otras vidas. Memory Lane es como se le llama a los recuerdos de una vida anterior. Por eso lo llamábamos así. ¿Te acuerdas?
-No –volvió a decir.
Bufé:
-A ver, no te puedes no acordar. Tampoco ha pasado tanto tiempo y me estás diciendo cosas de entonces. No me mientras, Canda.
Ella torció el gesto.
-No me acuerdo porque mi cerebro no es capaz de recuperar absolutamente nada antes del 23 de Junio.
Soltó mi mano bruscamente.
-¿Cómo? –mi voz un hilo.
Ella se llevó la mano a algún lugar bajo un par de mechones cobrizos. Pestañeé.
-En realidad fue culpa mía –dijo-. No miré antes de cruzar.
-No.
Alzó la vista hacia mí.
-Tuve que volver a aprenderlo todo. Cómo hablar, cómo relacionarme. Quién era. No ha vuelto nada de antes de eso. Es otra vida. No existe.
-No.
Pupilas encontradas. Recuerdos que sólo permanecían desde un punto de vista, flotando en un lago de pensamientos difusos, agua de estanque que jamás caería sobre ella. Nunca volvería a llover.
-Lo siento.
Silencio.
-Entonces… ¿cómo sabes eso, Canda? Lo de antes…
Canda se encogió de hombros.
-Bueno, encontré una carta en la que se despedía de alguien y hablaba de eso, de Memory Lane y de la lluvia. Supongo que ella quería habértela dado.
-¿Ella?
Canda me miró directamente a los ojos.
-Ella ya no soy yo. Estoy intentando reunir todos los pedazos de su vida para que al menos sea recordada.
Asentí, aún sin comprenderlo del todo. O quizá era que, simplemente, no lo aceptaba. Se soltó de mi mano y de pronto me sentí vacío. Me faltaba una parte muy importante. A ella le faltaba todo. Ella ni siquiera existía ya. Estuve mirándola fijamente un rato, y ella a mí, al fondo de mis ojos, intentando recuperar las imágenes de meses pasados envueltos en arena y sal. Pero estaba bien así. Por lo menos Candace no había sentido la distancia, ni el tiempo.
Entonces, había sido verdad que no había nadie esperándome, al fin y al cabo.
-¿Puedes esperar un momento aquí? –me pidió.
Y sin decir nada más, abrió la verja, cruzó el sendero de piedras blancas de jardín y entró en la casa de ladrillos oscuros. Yo esperé, obediente, sin pensar en nada. Tan rápido como que no estaba y de pronto estaba allí otra vez.
-¿Danny? –probó, y yo desperté para ella.
-Dime.
Me tendió un trozo de papel cuarteado de color azulado. Estaba doblado en piezas pequeñas, y en la cara principal había líneas diagonales e intermitentes dibujadas. La miré.
-Bueno, no sé dibujar muy bien. Se supone que eso era lluvia. Pero no sé qué es la raya horizontal de abajo.
-Arena –contesté inmediatamente.
-¿Por qué?
No contesté. Canda comprendió.
-Supongo que a la otra Canda se le olvidó dártela.
Cerré la mano alrededor del papel, y asentí. Retrocedí un paso para comenzar a alejarme, y luego volví a quedarme quieto. Se supone que era yo quien debía ser fuerte. Ella me sonrió tenuemente. Podía ver aún las esferas de lágrimas pasadas en sus pestañas.
-¿Qué tal si te doy mi e-mail y te mantengo informado de lo que voy recordando?
-¿Podrías hacer eso?
-Claro.
Me quedé en silencio. Apreté la mano en la carta de la arena.
-No –le sonreí.
Ella pestañeó y frunció el ceño.
-Esa Canda ya vivió su vida. Y la vivió bien. Ahora concéntrate tú en vivir la tuya, no dependas de lo que quieras recordar.
Me sonrió. Yo le devolví la sonrisa también. Retrocedí otro paso.
-Bueno, entonces no tengo nada más que hacer aquí. Me voy. Encantado de verte otra vez… O, no. Encantado de conocerte, Canda.
Silencio, le di la espalda y eché a andar por la calle de la urbanización. Oí unos pasos, y ella estaba a mi lado.
-¿Puedo acompañarte a la estación?
-Claro.
Anduvimos juntos, sin hablar. Luego comentamos el tiempo. Luego comentamos sus estudios. Mi arena siempre había querido hacer algo relacionado con las mentes, psicología, psiquiatría. Esta Canda quería trabajar en una editorial, tener una librería, escribir. Al fin y al cabo, mentes también. Hablamos de mi grupo. De mis nuevos amigos. De mi voz. Le hablé mucho de Tom.
Y, de pronto, ya estábamos allí. Me dolían los ojos de pestañear para salvar las lágrimas, y el Sol golpeaba de frente, justo como aquel día. Miré la hora. Y veintisiete de nuevo. Justo como aquel día. Exacto. Me volví para mirarla, sus ojos fijos en el Sol.
-¿Crees que podríamos ser amigos? ¿Otra vez? –preguntó ella.
-Quién sabe. ¿Quieres que lo seamos?
No me miró.
-Claro. ¿Por qué no?
El pitido anunció la llegada del tren, y yo avancé un paso mientras éste nos pasaba por delante y levantaba una ráfaga de aire sucio ante nosotros.
Entonces, su calidez contra mi espalda y sus manos en mis ojos. La luz cegada. El déjà vu. Y su voz cosquilleando en mi oído.
-Cuida mis recuerdos.
Me volví hacia ella, apartando sus manos con las mías.
-¿Te acuerdas?
-¿De qué?
Al menos lo había intentado.
-Estaré de vuelta en un abrir y cerrar de ojos –le dije.
Me miró, con un bufido de escepticismo.
-No vas a volver.
Palabras exactas. El corazón que se dejaba caer entre las costillas, deshaciéndose capa a capa. Me reí, porque eso era lo que recordaba que había hecho.
-No mientas.
Las puertas del vagón se abrieron, la gente entraba a empellones a coger el tren de y media, y yo la miré por última vez. Sonreímos.
Entonces le di un beso.
Y luego entré en el vagón, las puertas casi apresando mi espalda al cerrarse. Me quedé un momento quieto y luego me giré para buscarla con la mirada. Como la vez anterior, ella ya no estaba. Comenzó el recorrido, veía pasar el pueblo a gran velocidad a través de los cristales, y luego el Sol colándose entre unos árboles de las afueras. Luego llano. Y vías. Y cables. Y cielo ajado aquí y allá por alguna nube.
Me di cuenta en ese momento que aún apretaba fuertemente el trozo de papel en mi mano derecha. Lo miré durante un largo rato, y luego lo abrí con cuidado. Eso era lo único que quedaba. Lo único que se correspondía con mi cerebro.
Leí cada línea con cuidado. La leí varias veces.
Sonreí.
Guardé la carta en el bolsillo trasero de mi pantalón. Miré el reloj, y aún quedaba mucho, muchísimo, de viaje. Suspiré. Saqué el mp3 de la mochila, un cuaderno lleno de letras de canciones a medio componer y un bolígrafo.
Me puse los cascos. Música, maestro.
Y comencé a escribir.












Memory Lane.
We're here again, back to the days
and I'll remember you always.
So much has changed.
Now it feels like yesterday I went away.





















~~~ ~~~ ~~~



PD: ¿A esto se le considera song fic o no? XDU

Kissophobic.

Título: Kissophobic.
Autor: LunnVic (D8)
Género/Pairing: Romance/Drama(?)/Whatever . Flones [Fletcher/Jones]. Ah, por cierto. Hay algo de violencia y tal... por si acaso aviso... ehm... +13 o +15, supongo XD
Argumento: Algo diferente está pasando desde hace algún tiempo, y Danny no sabe cómo controlarlo, porque tampoco quiere hacerlo. Pero cuando eso se empieza a descontrolar, comienza a hacer daño. Literalmente.














KISSOPHOBIC.






Sonreí a Harry mientras él se despedía con un simple gesto de la mano.
Luego seguí sonriendo a Dougie, quien tenía agarrada en su mano derecha la esquina de la camiseta de Harry. Se fueron juntos.
Yo me quedé sentado con la guitarra entre mis manos. Bajé la vista cuando el portazo resonó en la habitación, y encontré mis ojos en el reflejo de la madera lacada del instrumento, tres tonos más oscuros que en la realidad.
Pellizqué una de las cuerdas.
El correr del agua seguía sonando en la habitación de al lado.
Otra cuerda.
El chirrido de una llave de ducha girándose.
Otra cuerda.
El agua saliendo más fuerte.
Suspiré. Habíamos tenido un buen concierto aquella noche, aunque mi garganta me estaba matando y la sequedad se me agarraba a la faringe como una garrapata. Intenté aclarar la voz, pero el aire raspó y me dolió aún más. Sería mejor no hablar mucho aquella noche. Tomé un trago de la cerveza que tenía delante de mí, dejando que las burbujas doradas y frías calmasen mi garganta.
Pulsé una cuerda. Notas. Quizá eso podría ser una melodía nueva para el próximo álbum. Me gustaba. Se la enseñaría a Tom.
Y hablando de Tom…
Allí estaba.
Alcé la cabeza en silencio para saludarle, mientras él acababa de ponerse una de sus típicas camisetas frikis. Me fijé. Ah, por supuesto. Darth Vader con gafas de sol rayadas. Amaba esa camiseta. Él, no yo. A mí me daba igual qué estupideces se comprase el chico.
-¿Qué haces?
Sonreí:
-Nada.
Y paré mis manos, recostadas sobre las cuerdas pero sin hacerlas vibrar ni un milímetro.
-¿Ya se han ido? Qué rápido, ¿no?
Asentí. No era que no quisiera contestarle, pero de verdad que no podía hacerlo. Le oí acercarse y apoyó sus brazos sobre el cabecero del sillón en el que estaba sentado. Me recosté y alcé la vista para mirarlo. Él estaba serio.
-¿Puedes repetir eso? Lo estaba escuchando desde dentro y me gusta.
Torcí el gesto. Me había distraído, y ahora dudaba de si podía recordar las notas. De poco en poco volví a probar las cuerdas y reencontrando la melodía. Cerré los ojos, sintiendo cómo Tom movía la cabeza siguiéndola también. Parecía que le gustaba de verdad. Lo sabía porque a mí me gustaba. Y lo sabía porque, en fin, lo sabía.
Cuando llevaba repetido varias veces el mismo ritmo, le oí suspirar. Demasiado educado para decirme que parara ya. Obedecí a la orden no dada, y me giré para mirarlo.
-¿Y bien? –susurré.
Giró la cabeza.
-¿De qué quieres que trate? –preguntó entonces.
Yo me encogí de hombros, y tomé de nuevo la cerveza. Seguimos en silencio unos cuantos minutos más.
-Me gusta –repitió.
Alcé la vista y sonreí tenuemente.
Entonces él se acercó a mí y me besó. Un beso corto, superficial. Roce. Se separó naturalmente y volvió al baño a por cualquier cosa. Yo me quedé de nuevo mirando el reflejo de mí mismo en la guitarra.
Hacía poco tiempo que aquello pasaba. Muy poco tiempo. Semanas. Quizá un mes. Yo sólo me movía de aquí para allá, hacía mi vida. Tom hacía la suya, juntos en el grupo. Y cuando me daba cuenta de que eran demasiadas cosas las que tenía que decir, o demasiadas pocas, simplemente él inclinaba la cabeza y me besaba. Yo nunca decía nada después. Él tampoco.
Era extraño. No me molestaba. Ni siquiera le había preguntado por ello. Tampoco lo hacíamos fuera del estudio o habitación de turno. Y me incluyo porque yo también le besaba. Al menos los tres últimos besos antes de aquel se los había dado yo. Eran bonitos, los besos. Aún no sabía si significaban lo mismo que un abrazo para Tom. O si significaban exactamente lo que todo el mundo pensaba. Besos, solución instantánea si sumamos dos personas y Amor.
Yo no sabía si sentía Amor por Tom. Pero había besos, y éramos dos. Yo sólo sabía que a veces le miraba, esperando que se acercase y lo hiciese de nuevo, pero no lo hacía. Y yo intentaba llamarle la atención con mis estupideces. Que se acerque. Que se acerque y me dé otro. Pero Tom sólo se reía conmigo y de mí. Así que nunca sabía por dónde saldría.
Dejé la guitarra a un lado y me levanté. No sabía muy bien hacia dónde me dirigía, pero acabé apoyado en el marco de la puerta del baño, observando cómo Tom se lavaba los dientes. Escupió. Se enjuagó con agua. Luego me miró a través del espejo.
-¿Qué pasa, Danny?
Quizá era una equivocación. A lo mejor no debería dar otro tan seguido del último. Pensé de más, no fui rápido y no le contesté. Tom alzó una ceja.
-Oye, en serio, ¿te pasa algo? Estás raro.
Una de las cosas que odiaba de Tom era que, cuando estaba pensando, siempre acaba diciendo “estás raro”. Como si realmente creyese que yo no pensaba, o algo así.
Evidentemente, no le contesté. Sólo avancé un paso. Dudé hasta que el espíritu verdadero de Danny Jones se apoderó de mis pies y completó el recorrido. Tom siguió mirándome con ese gesto de extrañamiento extremo.
Hazlo, Danny, decía el color castaño de sus ojos.
Tom era más alto que yo. Nunca había tenido que estirarme para besar a alguien. Y en los otros besos que le había dado él había estado sentado. No me sentía cómodo con esa nueva experiencia. Pero tenía que hacerlo. Tenía que hacerlo porque él me había besado y quería devolvérselo. También porque era alto, el más alto del grupo, el único con los ojos castaños de los cuatro, el que perfeccionaba todo, el que se preocupaba por nosotros y el que cantaba agudo. Bueno. Esas eran razones secundarias. Pero me bastaban.
Así que déjate de dar vueltas y bésale.
Y lo hice. Otra vez vuelta a la rutina. No te pases. Con delicadeza. No es una chica, no es una groupie cualquiera. No quiere que lo hagas fuerte e intenso para luego poder contárselo a sus amigas. Es Tom. Y Tom es dulce, inocente y bueno.
Me separé con una sonrisa, dispuesto a irme por donde había venido, orgulloso de mí mismo. No llegué a girar del todo, porque él me agarró de la muñeca y me paró.
-Oye…
La frase quedó inacabada entre sus labios. Ni siquiera supe porqué le volví a besar. Ni siquiera supe cuándo comenzó a devolverme el beso. Giré la muñeca hasta deshacerme de su agarre y entrelacé mis dedos con los suyos.
Se separó de mí bruscamente, y al partir la conexión entre nuestros labios sonó un fuerte chasquido.
Me miraba con los ojos muy abiertos, alarmado, y retrocedió unos milímetros. Sentí cómo su mano quería liberarse de la mía. Abrí los dedos para dejarle ir, pero al final no lo hizo. Silencio entre baldosas añiles de baño caro.
Sin decir nada aún, salimos del baño de la mano, como si lo hubiésemos acordado. Aquello empezaba a ser raro. Siguió siendo raro cuando volví a ser atraído hacia sus labios como si de un imán se tratase, sintiendo que a él le pasaba lo mismo y que no podía dejar de hacerlo. Ni siquiera un segundo. Para hablar. Para asentar los hechos. Ni siquiera sabía a quién le tocaba comenzar el beso a la próxima vez.
No sé cuando empecé a rebasar la frontera. A echarle los brazos al cuello y atraerle contra mí, profundizando los contactos y pegándome contra su cuerpo. Hicimos tope contra el respaldo del sillón, y sonó sordo al deslizarse unos cuantos centímetros por nuestro empuje.
No sé cuando mis manos rozaron el borde de la tela de su camiseta y se internaron bajo ella, ni cuando mis yemas tocaban cada vértebra de su columna, subiendo hasta sus homoplatos. Tampoco cuando sus labios quedaron olvidados y llegué hasta su cuello.
Ropa cayendo. Y era como el tic tac de un reloj durante tres cortos segundos. Ploff. Chaqueta. Crack. Cinturón. Ploff. Camiseta de Darth Vader.
Estrella. Estrella. Estrella. Lengua en el cielo estrellado, recorriendo la tinta escondida tras su piel. Sus manos enredadas en mi pelo. ¿Cuándo mi respiración había comenzado a agitarse?
Me alejé un momento. Y su pecho subía y bajaba rápidamente ante mis ojos. Y alcé la vista para mirarlo, sus ojos estaban entornados y perdidos en algún lugar del parqué. Me gustaba mirarle cuando él no me devolvía la vista. Clavó sus uñas en mi camiseta, y tiró de mí hasta alejarme. Le solté. Nos quedamos un momento quietos, él con ambas manos tras de sí, aferrado al respaldo del sofá, y yo frente a él, a no más de diez centímetros de distancia. No nos miramos.
Entonces él se giró, y con su propio cuerpo me hizo retroceder para poder andar. Le observé mientras recogía su camiseta del suelo lentamente y rodeaba el sillón para sentarse en él de forma resuelta. Respiré hondo. Él cogió mi cerveza y dio tres largos tragos. No sabía qué hacer. Él tampoco.
Hizo un intento de ponerse de nuevo la camiseta, pero pareció pensárselo mejor y volvió a beber. Mi cerveza casi entera de pronto estaba vacía. Yo continuaba de pie tras el sillón, viendo sólo su pelo y el comienzo de sus hombros.
Me sentí incómodo. Se volvió.
-¿Cuántas quedan? –preguntó, y agitó la lata en su mano.
-V-voy a ver…
Crucé la habitación en dos pasos y me arrodillé delante del minibar. Me vi en el reflejo de metal de la puerta. Yo al menos seguía vestido del todo. Sacudí la cabeza y abrí la nevera. Cervezas, refrescos y alcohol. Y e incluso cosas que ni siquiera sabía qué eran, pero eran líquido. Y, oh, también tabletas de chocolate. Todo lo que un hotel de cinco estrellas puede darte. Incluso tabletas de chocolate caro con trozos de avellana. Genial. Perfecto.
-Ehm… –comencé-. Bueno, hay de todo.
-Bien.
-Hay chocolate –comenté-. ¿Quieres chocolate?
Le oí suspirar. Le oí juguetear con la hebilla desabrochada de su cinturón. El tintineo me puso nervioso al instante.
-¿Crees que quiero chocolate?
-Supongo que no.
-No, claro.
Me mordí el labio.
-Hay cerveza. Y alcohol. Hay Coca-Cola, y naranja y limón… también hay fresa, pero no me fío… y también hay algo de un color azul que…
-Tráelo todo.
-¿Cómo?
Otra vez el tintineo. Escalofrío, y de pronto otra vez esa sensación de imán. Tirándome hacia él. Me agarré fuertemente a la puerta del minibar.
No me estaba mirando. No me estaba haciendo ni caso, el interior oscuro y misterioso de mi –su- lata de cerveza vacía parecía ser mucho más interesante.
-¿Vas a traerlo?
Torcí el gesto:
-No creo que debas…
-Danny…
Si me lo hubiera ordenado, no lo hubiera hecho. Pero eso era mi nombre. Dicho simplemente, el sonido dejado a medias. Le llevé una cerveza, para comenzar. Durante el siguiente minuto o dos estuve desplazando vasos y bebidas hasta la mesilla junto al sillón. Sentía su mirada fija en mí mientras me movía por la habitación. Acabé con las manos heladas y un cubata entre ellas que no sabía cómo había llegado ahí. Pestañeé.
-No creo que debas beber –intenté de nuevo.
-Danny –usó el recurso otra vez.
-¿Qué?
Cerró los ojos. Hice todo lo posible para acomodarme en la tensión que nos separaba y no dejarme llevar por el recuerdo reciente. Era él quien se había separado de mí. Ahora le tocaba a él. Aunque hubiese perdido la cuenta. Aquello se había convertido en otro día normal y corriente. No tenía por qué cambiar nada.
-No quiero que te emborraches. Lo pasas mal –apunté.
-Tengo que hacerlo.
Torcí el gesto.
Él se miro la mano derecha, donde aún agarraba su camiseta. De un movimiento totalmente casual y natural alargó el brazo más allá del apoyabrazos del sillón y la dejó caer al suelo.
-¿Por qué?
-Para poder hacerlo.
Sin saber porqué, reí.
-¿Hacer el qué?
Alzó la vista hacia mí, atravesándome con sus ojos oscuros, mucho más oscuros en ese momento. Era una mirada intensa y grave. Era una respuesta.
Comprendí.
Él entreabrió los labios, y yo me levanté para volver a por ellos.



Las persianas estaban a medio cerrar, y los rayos del Sol se colaban por debajo de la última rendija y coloreaban la habitación de puntos dorados, que contrastaban vivamente con el gris de la habitación.
Me incorporé, y sentí la tela de las sábanas resbalar por mi pecho y enredarse en mi cintura. Fruncí el ceño. Un dolor sordo y grave pululaba por mi cerebelo, y pensé si sería de la resaca. Luego recordé que no había bebido apenas, así que no podía ser por eso. Me llevé la mano hasta allí, y noté un bulto. Lo apreté. Gemí.
Bajé la vista. Y allí estaba él.
Dormía de lado, con la cara casi fuera de la almohada. Tardé un poco en preguntarme por qué estaba en mi cama, o yo en la suya. Tardé un poco más en preguntarme por qué yo estaba completamente desnudo bajo las sábanas, o por qué él también parecía estarlo.
En realidad, no me lo estaba preguntando. Ya lo sabía. Sólo que no quería recordarlo. Por lo menos, no todo. Me destapé y me arrastré hasta el borde del colchón. Pies en el suelo, en todos los sentidos. Me levanté y avancé por la habitación.
Me quedé en el centro, mirando a mí alrededor.
Esperaba que nos marchásemos antes de que llegasen las mujeres de la limpieza. Realmente no me gustaría que viesen todo aquel desastre. Mis ojos se clavaron en el sillón volcado en el suelo. En la alfombra empapada a alcohol. En la papelera contra una esquina y todo su interior repartido por el suelo.
Se suponía que iba a ser una buena noche. Bueno, lo había sido. Buena y mala. Intenté centrarme más en la habitación que en mí mismo. Ignorar la desagradable sensación, los pinchazos, el dolor agudo al andar, las descargas de incomodidad que viajaban por mi piel cada vez que me movía. Di un par de pasos hasta el baño.
Mierda.
El suelo era como un campo de minas, y yo acababa de pisar una. Todos los insultos habidos y por haber se escaparon de entre mis dientes mientras levantaba el pie para sacar el trozo de cristal que me había clavado. Hondamente. Reí sarcásticamente cuando vi el trozo de etiqueta aún pegado en el cristal.
Porque esa botella fue la primera de las que Tom tiró contra mí.
Me metí al baño y cerré la puerta tras de mí. Probé a mirarme al espejo, y gemí. Iba a ser difícil inventarse una excusa para eso. Para el corte en los labios no mucho, tampoco para el de la nariz. Podría decir perfectamente que había estado haciendo la broma de fingir que me chocaba contra la puerta y al final tener un desliz y hacerlo de verdad.
El resto de moratones no estaba muy seguro de cómo taparlos. La hinchazón en mi mejilla tampoco. Ropa y silencio, suponía.
Mi idea de no beber había estado bien. Porque Tom era totalmente inofensivo. Era como un gato. Tom quería ser un gato y en realidad era exactamente como uno de ellos. Adorable, cuando le parecía cariñoso, cuando le apetecía misterioso. Y cuando quería sacaba las uñas y destrozaba la tapicería.
Eso era Tom. Había estado bien mientras nos besábamos y mientras yo le tocaba y él me tocaba. Había sido algo nuevo, pero que se sentía como si llevásemos toda la vida asaltándonos el uno al otro. También había estado bien que él bebiese y se relajase y dejase que yo me deshiciese de mi camiseta y de sus pantalones. Y, después, el tintineo de mi cinturón había sido genial. Había llegado en un momento de silencio. Luego Tom había tomado otro trago y me había quitado los pantalones.
Por aquellas alturas, yo estaba respirando tan rápido como Tom bebía. No me importaba porque no me interrumpía el camino hacia él. Ni siquiera me di cuenta de que se estaba pasando. Estaba demasiado ocupado haciendo lo que a los chicos nos gusta que nos hagan, con la goma de sus bóxers apretando mi muñeca y casi no dejándome moverla.
Cuando Tom fue a dejar la botella en la mesa y cayó al suelo, empapando la alfombra, yo le dije que parara de beber.
-Sigue –me dijo.
No obedecí, y saqué la mano de dentro de sus bóxers, intentando apartar su mano de la botella, mientras me inclinaba para besarle.
Y entonces comenzó.
Creo que tardé muchísimo en darme cuenta de que estaba en el suelo porque me había pegado un puñetazo. Pestañeé, incrédulo, y me incorporé en seguida para mirarlo. Me llevé la mano a la cara.
-¿Por qué…?
En el primer segundo en el que tomó mi muñeca pensé que se iba a disculpar. En el segundo segundo en el que me atrajo hacia él pensé que lo iba a ignorar y seguir besándome. En el tercer segundo, cuando clavó sus uñas en mi piel y sus labios se torcieron en una sonrisa, recordé.
Recordé lo mucho que le gustaba ponerse violento cuando bebía.
-Tom –llamé.
Él se levantó, y yo lo miré desde abajo. Seguía sujetándome la muñeca, y me tendió la otra mano. Fui a tomársela, pero él me la apartó con un manotazo.
-La botella –ordenó.
Alcé una ceja. La botella de ron seguía a cinco centímetros de mi mano libre, pero no pensaba dársela. Para nada.
-Tom, creo que…
-Que. Me. Des. La. Botella.
Lo miré.
-Danny.
Negué con la cabeza, y oí el estallido de su mano contra mi rostro incluso antes de sentir el escozor. Me quejé y me aparté, pero no dejé que soltase mi muñeca, él tampoco quiso hacerlo.
-Tienes una cara jodidamente graciosa –comentó. Se rió.
-Lo sé –contesté.
-Danny, en serio. Alcánzamela, tío.
Cogí la botella. En realidad, yo era muy listo. Bueno, no. No lo era. Que la botella se hubiera vaciado en la alfombra mientras hablábamos no había sigo una estrategia para que él no bebiese más, pero podría haberlo sido.
Se la tendí. Él notó que ya no quedaba nada en ella.
-¡JODER, DANNY! –me gritó.
El primer momento de la noche en el que me asusté, y la botella ya impactaba sobre mí. Grité cuando los cristales se clavaron en mi hombro, brazo y pecho, y retrocedí bruscamente. Aspiré aire entre los dientes para cortar el grito, mientras echaba un vistazo al lugar herido. Pareció dolerme más cuando vi la sangre, y gemí.
Me solté de su agarre, apresurándome a sacarme los trozos de cristal que seguían hundidos en mi piel, partiendo en dos alguna que otra peca. Tom me miraba fijamente. Sabía que una vez que se desataba era un poco tedioso hacerle ver que pegar al resto del mundo no era para nada divertido. Pero otras veces había tenido a Harry conmigo. Incluso Dougie servía más para esto que yo. Porque yo, simplemente, no podía pegarle a Tom.
Porque era Tom.
Era Tom, y no podía llamar a Harry. Técnicamente podía, pero no me apetecía explicarle después que hacíamos rodeados de alcohol, hielo y cervezas vacías, la ropa tirada de cualquier manera por el suelo y el interior de nuestros bóxers aún algo agitado.
Así que me quedé quieto, y miré a Tom. Él torció el gesto hasta crear una mueca de sufrimiento. No entendía nada.
-¿Por qué eres tan estúpido? –se quejó.
Yo me quedé helado.
-¿Cómo?
-Eres tan tonto…
Avancé un paso hacia él, inseguro. A lo mejor le había cambiado el chip.
-¿Qué te pasa, Tom?
Evidentemente él no quería ni que se lo preguntase. Gané otro golpe. En la sien. Me mareé. Me mareé tanto en tan poco tiempo que me puse a toser y me tuve que apoyar en el sillón. Él volvió a la carga, pero me aparté a tiempo. El estruendo fue horrible cuando el sofá cayó hacia atrás, y Tom se volvió rápidamente hacia mí para alcanzar a su objetivo. Lo esquivé de nuevo.
Me acerqué a él y conseguí tomarle de las muñecas. Era más alto, y más fuerte. Y estaba más borracho. Entonces me arrastró por toda la habitación, llevándonos por delante mesillas, papeleras, casi incluso la televisión. Mi espalda chocó fuertemente contra la pared de enfrente, me clavé el borde de la ventana y apreté los dientes.
Él chocó su frente con la mía e hizo presión, mi cuello arqueado comenzaba a doler.
-Es estúpido –gruñó.
No contesté.
-Te tiras la vida estudiando, pensando en que al final la gente elegirá a los listos.
Lo miré. Ojos cerrados fuertemente.
-Y entonces apareces tú, un ignorante de mierda, y entonces todo lo que sabes no sirve de nada.
Otro choque de frente. Me quejo en bajo.
-Porque sólo importa si estás bueno.
Silencio.
Entonces, Tom se alejó unos centímetros y luego apoyó su cabeza en mi hombro. Nos quedamos así un rato, respirando dificultosamente el uno delante del otro. Yo me sentía extraño, nervioso, tenía miedo de que se pusiese agresivo de nuevo. Sin embargo, cuando giré la cabeza para mirarle no parecía estar mal. Agaché la cabeza para ver si podía encontrarme con sus ojos.
-¿Tom…?
Alzó la cabeza y me miró. Yo solté sus muñecas, preguntándome si estaba haciendo bien. Le pregunté con la mirada si ya podía tranquilizarme. Su mirada se deslizó por las cortinas tras de mí, sus pupilas vacías y perdidas y, finalmente, me miró directamente a los ojos.
-Oh –dijo simplemente.
Probé a sonreír, eso siempre tenía su efecto.
-¿Ya? –susurré.
Él retrocedió un par de pasos, mirando al suelo. Yo le seguí a los pocos segundos. Me acerqué a él, rodeé su torso con mis brazos y lo apreté fuertemente en uno de esos abrazos que sólo le daba una vez al año. Tardó en devolverme el abrazo, y sentí sus dedos deslizándose por mi espalda. Le sentí toquetear los cortes del hombro.
-Lo siento –susurró también.
No le solté. Me dejé llevar al baño y lo observé mientras me echaba agua en los cortes torpemente, torciendo el gesto, dándose cuenta de que lo estaba haciendo mal, y que había hecho las cosas mal desde el principio. Estaba muy concentrado en quitar cada esquirla de cristal que aún quedase, pero tampoco eran heridas graves y ahora él se estaba preocupando demasiado.
Así que me limité a inclinarme y a darle un beso. Él se quedó quieto, aún a la altura de mi hombro y mirando mis heridas. Luego deslizó la vista lentamente hasta mí.
-¿Por qué? –preguntó.
-Yo tengo más derecho a hacer esa pregunta –le contesté.
Asintió, sabiendo que tenía razón. Era un gesto gracioso, el suyo de culpa. Sonreí. Él nunca me entendería, porqué sonreía cuando tenía el hombro hecho mierda, el labio partido, moratones hasta en la espalda y bultos comenzando a salir en la cabeza.
Volví a besarle.
Salimos del baño, de nuevo de la mano. De nuevo sin comentarlo. Con las heridas limpias, aunque escocían, todo parecía menos bárbaro de lo que había parecido en un principio. Tom pestañeaba e hizo un intento de ir a recoger las cosas. Le paré. Él se giró hacia mí, sin mirarme. Retrocedí todo lo que pudo para alejarse de mí sin soltar mi mano. Yo alcé una ceja.
-¿Qué pasa?
Sacudió la cabeza. Yo torcí el gesto. Y volví a besarle. Porque quería hacerlo. Porque debía hacerlo. Porque Tom sólo olvidaría y sólo se perdonaría si hacía como que no había pasado nada. Y es que no había pasado nada. No era la primera vez que me golpeaba estando borracho. Lo único que lo diferenciaba de las otras veces era que ahora había algunos dolores más. Lo otro que lo diferenciaba de las otras veces era que antes de que estallase la violencia habíamos estado envueltos en lo contrario a ésta.
Me pegué contra él. Respiré en su cuello. Los cortes dolieron al encontrarse con su piel, pero no me importó mucho. Giré la cabeza hasta encontrarme de nuevo con sus labios. Él no se apartó esta vez.
Manos en su espalda.
Labios en los suyos.
Mi sonrisa oculta en su cuello.
En resumen, la noche no había sido tan mala. Si me ponía a hacer recuento, la verdad es que había sido especial. Incluso el descontrol de Tom era una pincelada más, con lo que no habría podido estar completa. Oí la puerta del baño chirriar tras de mí. Tom ya se había puesto los calzoncillos, y su pantalones estaban a medio abrochar, pero me miraba desde allí con preocupación.
Algo se presionó en mi pecho al verlo.
Si sumamos sexo, besos y dos personas, la solución era Amor. No sabía en qué parte de la ecuación quedaban los golpes, pero estaba claro que iban a ser algo específico en nuestra relación. Porque Tom no podía continuar en esto con la mente totalmente brillante.
Si sumamos golpes, alcohol, sexo, besos y dos personas, la solución se tambaleaba y dudaba. Yo no estaba enamorado de Tom. Pero le amaba. Era una sensación extraña. Le miré a través del espejo mientras lo observaba rodearme con sus brazos. No podría vivir sin Tom. No podría concebir el seguir sin él. Sin la melodía que nos acompañaba a todas partes. Éramos como una partitura que nos envolvía y nos mantenía unidos a base de Claves de Sol. No romperíamos la canción. Éramos música.
Amaba a Tom porque era Tom. Porque formaba parte de mi sinfonía. Porque era yo y yo era él. No podíamos ser divididos, no importaba qué pasase. Quién cayese. Apoyé mi cabeza en su pecho, alcé la vista hacia él y esperé a que me besase.
Cuando sus labios se acercaron sentí miedo.
Cuatro segundos para la colisión.
Pestañeé.
Tres segundos para la conexión.
Si no estaba enamorado, ¿por qué deberíamos hacer aquello?
Dos segundos para el despegue.
Quédate quieto Danny.
Un segundo para que el espacio se abriese ante mí.
Clave de Sol, y él por fin me besó. Acaricié sus brazos con mis manos.
Comprendí que, a partir de esa noche, sentiría un miedo irracional cada vez que sus labios se acercasen a los míos. Sus labios sabrían a botellas rotas, a ventanas clavadas en la espalda y a bofetones con mi nombre. Pero tampoco podría dejar de hacerlo. Una especie de sadomasoquismo hacia sus labios.
¿Cómo se le llamaba a ese miedo?
No me acordaba.
Me encantaba.








~~~ ~~~ ~~~



Puuurrrr~